CINE

80 AÑOS DE CINE Y COMPROMISO

A sus 80 años, el director gaditano comienza a ser reconocido y homenajeado por su cine heterodoxo y beligerante, siempre amenazado por la censuraLas películas de Julio Diamante retrataron como pocas la realidad social del Franquismo. Acaba de cumplir ocho décadas de rebeldía.

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El informe policial de Julio Diamante dice que es «un exaltado», «un verdadero mal sujeto», pero le reconoce la rara cualidad de «saber conducir a las masas». Él se ríe, como pidiendo disculpas, y le resta importancia al retrato, «todo un halago, viniendo de quien viene». Por poco más que eso la Político Social le regaló una estancia, a gastos pagados, en la séptima galería de la cárcel de Carabanchel. En octubre del 55, cuando cursaba Medicina, Diamante tuvo la ocurrencia de imprimir una esquela sin cruz para invitar a los estudiantes a un homenaje a Ortega, que acababa de fallecer. Se le juntaron dos mil almas en el patio de San Bernardo, la sede de Filosofía. Leyeron «algunos pasajes del maestro» en la mismísima cara del Decano y, cuando la cosa empezó a ponerse fea, López Pacheco y él mismo se llevaron a la gente al cementerio. «Quien quiera rezar que rece», dijo. «Para los que no, aquí se acaba el acto». Obviamente, lo ficharon.

Unos meses después, en enero del 56, después de la que pasa por ser la primera gran manifestación universitaria del Franquismo, el Consejo de Ministros ordenó «limpieza general». La lista de los 'subversivos' no tiene desperdicio: Dionisio Ridruejo (ya en la filas democráticas), Gabriel Elorriaga, Ramón Tamames, José María Ruiz Gallardón (padre de Alberto), Enrique Mújica (posteriormente Defensor del Pueblo) y Sánchez Dragó («un joven ateo, rabioso y blasfemo recalcitrante», según la Brigada). El gaditano, que había logrado escapar por los pelos de la redada, acabó entregándose en la comisaría de la Puerta del Sol, temiendo empeorar las cosas con su huida. «Es curioso, pero en el interrogatorio me preguntaron insistentemente si me gustaban Unamuno y 'Kafkan'». «Para absurdos, desde luego, los de aquella época».

Todo esto (Ortega, la protesta, la manifestación, la huida y la cárcel) tiene una importancia fundamental en la vida de Julio Diamante Stihl, hijo de un ingeniero de caminos que dejó de serlo por tender puentes en la batalla del Ebro, y que con los años se convirtió en uno de los directores de cine que mejor supo retratar, desde posiciones heterodoxas o directamente paródicas, la grisura de la sociedad en la que le tocó crecer. Hace unos días cumplió 80 años, y no parece muy preocupado por el escalón evidente que hay entre su papel en la historia del cine comprometido de los 60 y su nivel de desconocimiento popular, por más que Alcances o el Festival de Benalmádena hayan abierto, más bien tarde, la veda de los homenajes. «Uno no crea para eso, pero a todo el mundo le agrada que se acuerden de él».

El extraño influjo

Carabanchel, en fin, resultó ser el momento definitivo, porque aunque Julio siempre había manifestado inquietudes artísticas, fue en aquella séptima galería, convertida en una especie de ateneo improvisado (había tertulias, conferencias y proyecciones), donde decidió abandonar por completo Medicina y seguir el impulso de su vocación. «El cine siempre había ejercido sobre mí un influjo extraño, irremediable. Creo que sé distinguir incluso el momento exacto en que pensé que o bien me dedicaba a hacer películas o nunca sería feliz. Yo era un niño, pero mi abuelo quería que entráramos en una película de John Ford, 'El delator', para mayores de edad. Sobornó al portero con tabaco. Tuvimos que escondernos en las últimas filas, para que no nos pillara el dueño. Quedé tan rematadamente impresionado con aquella película, me dejó tan... perplejo».

Y continúa: «Después, durante años, traté de convertir la creación en una actividad paralela, llevadera, pero cuando me faltaba muy poquito para ser médico, opté por hacer caso a aquel viejo deseo infantil, ser coherente con lo que pensé aquel día, junto a mi abuelo, y me matriculé en la Escuela de Cinematografía».

De allí acababan de salir Bardem y Berlanga, entre otros, con los que compartió sus primeras trincheras creativas: «Pienso que todos nosotros, Bardem, Berlanga, etc, nos dimos cuenta de que el cine era algo transcendental, una idea que a menudo pasa desapercibida por la cercanía con que el público lo vive. Fuimos muy sensibles a esa dimensión cultural, social, reivindicativa, que iba más allá del puro entretenimiento.Y eso fue lo que nos unía, por encima de cuestiones estéticas o formales».

Crítica y parodia

Toda su producción está marcada por el compromiso. A veces, adquiere la forma de una denuncia explícita, y a veces son manifestaciones puramente paródicas, «casi esperpénticas, de los usos sociales que nos condicionaban».

Su debú como director fue 'Los que no fuimos a la guerra' (1962), película seleccionada por el Festival de Venecia que acabó siendo «brutalmente mutilada por la censura», hasta el punto de que tuvo que cambiar su nombre por el más benigno 'Cuando estalló la paz'. En realidad, se trataba de la versión libre de una novela de Fernández Flores que trataba sobre la Primera Guerra Mundial, pero Diamante supo ver en el texto el material idóneo para hablar del presente de un modo tangencial, más o menos disimulado. Mediante las peripecias de Agustín González y Julia Gutiérrez Caba, entre otros, «trataba los problemas de la sociedad de los años 60, las miserias de una paz construida sobre el silencio de media España, pero sin referirme a ellos». En 'Tiempo de amor' (1965) consigue dibujar, mediante un artilugio muy poco comercial (tres historias distintas) el testimonio de «cómo eran las relaciones interpersonales en el contexto de una sociedad pacata y reprimida». Castidad, rutina, desconfianza. En 'El arte de vivir' (1965) «retrata la transformación de un joven obsesionado por ascender en la escala social», un mensaje que le costó el rechazo de los distribuidores.

Después vinieron 'Sex o no sex' (1974), una parodia de los excesos del destape «que nunca fue muy bien entendida», y 'La Carmen' (1975), considerada hoy por hoy una película de culto entre los amantes del flamenco, que equilibra a la perfección las interpretaciones de Enrique Morente, Rafael de Córdoba y Enrique el Cojo con las claves del realismo crítico. A ello hay que sumar su labor como guionista, realizador televisivo, profesor en la escuela de cine y director de festivales.

«Es cierto, he tenido intereses muy diversos. El teatro, la literatura, el ensayo... Pero el cine es lo que ha dado coherencia a mi carrera. Dentro de mi producción, me atrevería a decir que pertenezco a un tipo de cineasta que elude repetir el mismo formato de película. No lo digo de una manera peyorativa, pero me identifico más con la concepción de Renoir, por ejemplo, dispuesto a jugar constantemente con diversos registros. Me encantaba experimentar, tomar riesgos, y eso tiene sus consecuencias...».

Han cambiado muchas cosas en Julio desde enero del 56, cuando pintó un óleo sobre una de las paredes de la cárcel de Carabanchel, pero no «la inquietud, el afán por cuestionarlo todo, el espíritu crítico». Ni su amor por Cádiz, a pesar de que la abandonó relativamente pronto. «Yo pasé mis primeros años aquí, que quizá luego son los que más se recuerdan, porque la memoria los idealiza... Pero además... Siempre digo que Cádiz me salvó la vida. En un momento muy duro, cuando mi primera esposa falleció de improviso, me sumí en una profunda depresión. Tenía la sensación de que no podría seguir adelante. Decidí volver a Cádiz y entonces fue Cádiz la que me curó. Nací y renací en esta ciudad».