editorial

La tragedia del paro

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El desempleo rebasó en 2010 todas las barreras históricas al alcanzar los 4.696.600 personas y el 20,33% de la población activa, 370.100 parados más que en 2009 y un 1,5% superior. La secuencia de estos datos desde 2007 indica claramente la evolución de la recesión: en 2007, el paro creció en 117.000 personas; 1.280.300 en 2008; 1.118.600 en 2009 y los referidos 310.000 en 2010. Igualmente, el número de empleos destruidos en 2010 fue la quinta parte de los del ejercicio precedente y menos de la mitad de los de 2008.

Ha pasado sin duda lo peor, pero ello no significa que estemos totalmente fuera del pozo: seguimos perdiendo empleo, y el año concluirá con saldo nuevamente negativo aunque se cumpla el pronóstico del Gobierno de que la economía crezca un 1,3% del PIB. El FMI, por su parte, acaba de rebajar su previsión en una décima, hasta el 0,6%. Hemos convivido tanto tiempo con datos macroeconómicos negativos que nos hemos insensibilizado. Sin embargo, no cabe ignorar lo dramático de la situación ya que tras cada desempleado se oculta una tragedia personal.

Desgraciadamente, además, se ha vuelto a superar, catorce años después, la frontera psicológica de los dos millones de parados que llevan más de un año buscando empleo. Y ha crecido en 108.000 más el número de familias cuyos miembros están todos en paro con respecto a finales de 2009. La recuperación del crecimiento tropieza en nuestro país con la dificultad de digerir las consecuencias del estallido de la burbuja inmobiliaria, que a su vez ha acentuado la crisis del sistema financiero. Y para precipitar la recuperación, se hace indispensable infundir confianza e incrementar la productividad, todo lo cual requiere profundizar y acelerar las grandes reformas estructurales. Felizmente, la pésima noticia del desempleo ha coincidido esta vez con la buena nueva de un pacto social que facilitará la puesta al día de nuestro sistema económico, impulsará la iniciativa empresarial y estimulará la inversión. En cualquier caso, no cabe complacencia alguna ante tanta postración social, que exige de todos los actores políticos y sociales todos los esfuerzos precisos para abreviar el calvario de tantos ciudadanos excluidos y privados de expectativas.

Primer asalto en Egipto

Tal y como pronosticaron medios conocedores del peso real y la lealtad al régimen egipcio de las fuerzas policiales y militares, el fuerte dispositivo de seguridad afrontó ayer con cierto éxito la revuelta popular en las grandes ciudades y, singularmente, en El Cairo. No es imposible que tal situación pueda repetirse y es probable que, como ocurrió en otras latitudes –el Irán de 1979 como gran precedente– cada viernes, día de la reunión en las mezquitas, haya desórdenes. La autoridad tomará cuantas medidas tenga por convenientes y podrá preservar el control, pero la situación solo empeorará porque exige un tratamiento político y constitucional desde un sincero deseo de reencuentro nacional. Lo sucedido ayer, aun sin ser el baño de sangre que podía temerse, es una advertencia clamorosa al régimen de que los egipcios, conocidos por su sobriedad, humor y paciencia, esperan y, sobre todo, merecen algo mejor. El régimen se equivocará de nuevo si cree que puede sobrevivir sin más, como un paradigma de autoridad que no es genuina ni aceptable porque, sencillamente, no es elegida ni democrática.