SANIDAD EN JEREZ
Actualizado: GuardarOcho y cuarto de la tarde de cualquier domingo de invierno. Unos padres preocupados porque uno de sus hijos está, con fiebres altas y otras patologías, optan por acudir al médico de guardia para que les recete algún remedio. La primera duda es más que razonable. ¿Dónde acudir? La oferta en Jerez es más bien cortita pues, salvando la sanidad privada, la elección se centra sobre tres posibilidades: el servicio de urgencias del Hospital, las urgencias que funcionan permanentemente en el centro de salud de San Dionisio o el servicio de urgencias nocturno y de fines de semana con que se dotó al centro de salud de La Granja.
Descartado el Hospital, por aquello de ser solidarios y no atascar unos servicios de urgencia con una patología que, en principio, no parece sea muy grave, finalmente los angustiados padres optan por trasladarse al servicio de urgencias instalado en la barrida de la Granja, de forma provisional, sobre una casetas de obras. Provisionalidad ésta que lleva camino, como casi todo lo que se hace en esta ciudad, de convertirse en definitiva.
A la llegada, el panorama es desolador. Más de veinte personas enfermas de Dios sabe qué, se apiñan en una sala de espera de dimensiones reducidas, por lo que si el hijo del matrimonio está bajo de defensas, la posibilidad de que en la misma sala de espera enferme de lo que no tiene, es más que real.
El celador, tras varias preguntas rutinarias, finalmente les da un número: el doscientos dieciséis. Inmediatamente, alguien les informa de que está dentro el paciente que lleva el ciento setenta y ocho. Un rápido calculo mental les dice que, a cinco minutos por paciente (¡que menos!, al fin y al cabo aquello son urgencias), la espera aún se demorará al menos unas tres horas.
Ante tal visión, los padres se plantean trasladarse a las urgencias de San Dionisio, momento justo en el que aparecen nuevos y angustiados padres, que vienen desde aquel centro sanitario, mostrándose incluso felices por qué en La Granja hay mucha menos gente haciendo cola.
La resignación se hace evidente y, tras pasar más de media hora de pie, pues en la sala de espera de sillas la cosa está cortita (tampoco caben más), finalmente encuentran acomodo para sentarse, durante al menos cuarenta y cinco minutos más, hasta que, finalmente, son atendidos por la doctora de guardia aquella tarde, quién visiblemente estresada, falta de ánimos, posiblemente cansada y desmotivada pues, a buen seguro lleva toda la jornada sin parar, despacha a esos padres en poco más de dos minutos con un lacónico: ·es un virus que hay, si mañana sigue enfermo, llévenlo a su pediatra.» ¡Con dos cojones.!
A la vista de tal rapidez se comprende que la espera a que se enfrentaban estos padres de más de tres horas, finalmente no llegue a la hora y media. Al contrario de lo que ocurre con la Justicia, en la sanidad tanta rapidez no parece que sea lo mejor que puede pasarle al ciudadano.
Esta historia es tan real como la vida misma. Como les decía en su inicio, ocurrió la tarde de cualquier domingo de invierno y sus protagonistas son conocidos personales de este cronista, al punto de que pongo mi mano en el fuego en defensa de la veracidad de la historia.
Lo triste es que la realidad de estas letras resalta la tradicional carencia de servicios médicos con que cuenta nuestra ciudad, incluso ante una simple urgencia pediátrica. Si el paciente va al Hospital, desde los poderes públicos lo critican por contribuir a colapsar un servicio que al parecer no soporta tanta presión. Si el paciente opta por los otros servicios de urgencias se encuentra, bien con una instalaciones obsoletas e incómodas (San Dionisio), bien con otras instalaciones modernas (La Granja), pero absolutamente indignas. Para ser exactos, construidas con chapa.
Y, en cualquiera de los casos, nos hallamos con un personal absolutamente profesional pero meridianamente desmotivado, que ve con asombro (como vemos el resto de ciudadanos), como con nuestros altos impuestos los políticos se dedican a dar subvenciones a troche y moche, pagar altos sueldos a colegas y enchufados y, cuando la sinvergonzonería parece haber tocado techo, incluso gastan en pinganillos para entenderse en unas lenguas que muchos de ellos son incapaces de hablar en privado, y claro, así nos va.