Haití se ahoga entre sus escombros
El país sigue hundido un año después del brutal terremoto que devastó la isla y al que han seguido huracanes, epidemias y revueltas políticas
PUERTO PRÍNCIPE. Actualizado: GuardarLos muertos no son los únicos zombis de Haití. Durante siete meses Jean Claude Dorey rondó como alma en pena la pila de escombros que un día fue su casa, a la espera de que algún equipo le ayudase a recuperar el cadáver de su hijo. Pero cuando por fin llegó la excavadora se lo llevó todo por delante sin contemplaciones.
«De lejos vimos salir algunos huesos pero no pudimos distinguir. No era solo mi hijo el que estaba allí, murió mucha gente en la calle», reconoce lastimeramente el hombre enjuto de 70 años, con la mirada vidriosa. Desde ese 12 de enero es un muerto viviente. Su ataúd es un escuálido quiosco de madera de unos dos metros cuadrados, situado frente a las letrinas de los Campos de Marte, con las ruinas del Palacio Presidencial al frente y 50.000 personas hacinadas a sus espaldas. Tiene poco que vender, unas bolsas de gusanitos, unas cebollas y algunos productos de aseo. Al anocher su esposa lava el único vestido raído que tiene y se acuesta desnuda para que se seque durante la madrugada.
Si Jean Claude deambula inconsolable, a su esposa se le ha endurecido la mirada. Responde con hastío a las preguntas y de vez en cuando clava con furia unos ojos negros llenos de resentimiento. Sus dos hermanos también murieron en el terremoto y están en algún vertedero, pero preocuparse del espíritu de los muertos es un lujo de otro tiempo, por mucho que el vudú sea la religión de Haití.
«¿Qué voy a hacer? Tengo otros problemas más urgentes de los que ocuparme. No tenemos luz, muchos días no comemos y por la noche no podemos dormir pensando que vaya entrar el agua». Esas riadas pestilentes que les bañan de noche cuando truena el cielo son la pesadilla que les sacan abruptamente del sueño cuando logran conciliarlo. Veinte minutos de lluvia son suficientes para que se inunde la plaza, alfombrada de basura y riachuelos de aguas negras. «Nos despertamos a media noche escuchando gritos y con el agua al cuello». No tienen donde ir a cobijarse. Pero a Jean Claude ya no le importa, en realidad no le importa nada. «Mi hijo está muerto y nadie me lo puede devolver, es lo único que sé».
«¡Tú callate, que ya has hablado bastante! ¡Lárgate de aquí!», le regaña su esposa con dureza, pero él no se rinde. «Es difícil ser un hombre en estas condiciones y cargar con la responsabilidad», se desahoga. «Si no fuera por mí esta mujer nos habría arruinado, todo lo que sacamos del puesto se lo gasta en comida. ¡No se puede comer uno todo lo que gana! Hay que guardarlo para poder comprar otras cosas que vender y salir de aquí algún día».
Se quedan discutiendo en criollo, un zumbido de fondo que se ha vuelto familiar en los campamentos de desplazados donde aún viven 850.000 personas. La violencia doméstica es, según la Organización Internacional de Migraciones de la ONU (OIM), que coordina los 1.150 campamentos de Puerto Príncipe, uno de los mayores problemas. «La gente vive hacinada en pocos metros sin nada que hacer, sucia, hambrienta, frustrada, sin perspectivas de salir de ahí. Saltan chispas por todas partes», explica el portavoz Leonard Doyle.
Jean Claude no recuperó el cadáver de su hijo, pero al menos ha desaparecido la pila de cascotes que velaba. Según un informe de Oxfam, al cumplirse un año del devastador terremoto solo el 5% de los escombros ha sido retirado. Ese es el principal obstáculo para la reconstrucción, aunque sus habitantes se hayan acostumbrado a hacer vida sobre ellos como las briznas de hierba que se asoman entre el cemento. La vida siempre empuja desafiante.
«Hasta marzo pasado ningún donante internacional contemplaba este trabajo», explica Nigel Fisher, adjunto del enviado especial del secretario general de la ONU en Haití. «Todos el mundo daba dinero para construir casas, escuelas... pero nadie se daba cuenta de que primero había que retirar los escombros. Así es como las partidas para reconstrucción que se habían aprobado se quedaron en el limbo. Tuvimos que trabajar mucho en convencer a los donantes». Y entonces entra en juego la burocracia de un país sin estructuras pero receloso de su soberanía y ávido de poder. La maquinaria pesada del Grupo de Recuperación de Haiti (HRG) -una sociedad formada por una compañía haitiana y otra estadounidense que participó en el desescombro del Katrina- lleva mes y medio sentada en los almacenes de la carretera Nacional 1.
El contrato que tenía venció en noviembre pero dada la inestabilidad política del país, con unas elecciones en el limbo, no hay nadie en el gobierno dispuesto a firmarles el nuevo. Y sin un permiso oficial no pueden llevar a cabo trabajos públicos, por mucho que los financien los organismos internacionales.
«Dios no se ha olvidado»
Para Oxfam, este ha sido «el año de la indecisión». La comunidad internacional que prometió un antes y un después en cooperación tras el terremoto no ha sabido ponerse de acuerdo en la reconstrucción, establecer las prioridades y salvar los obstáculos burocráticos. En su defensa, el Gobierno de René Preval ha estado lejos de ser un facilitador, desbordado por el colapso de todos sus ministerios, inmóvil ante el ansia del dinero prometido que apenas ha olido y desprestigiado por las acusaciones de corrupción que han dejado las elecciones en el limbo.
Tampoco los donantes han estado a la altura. De los 2.300 millones de euros prometidos en la conferencia de Nueva York a final de marzo solo se ha recibido el 40%. Mientras Haití ha seguido siendo azotado primero por las lluvias y los huracanes, luego por la epidemia de cólera y después por las revueltas que siguieron a las elecciones, el mundo se ha insensibilizado ante su sufrimiento.
«Paciencia» es la pintada más común en las furgonetas 'tap-tap' que hacen de transporte público en Puerto Príncipe, con un eslogan que encoge el corazón. «Dios no se ha olvidado de mí».