Los mercados, la zorra y las gallinas
SECRETARIO 1º DE LA MESA DEL PARLAMENTO DE ANDALUCÍA Actualizado: GuardarQué lejos y qué cerca los tiempos del capitalismo industrial y la economía de servicios en las sociedades occidentales desarrolladas, que cristalizaron en el estado de bienestar, con mucho sacrificio y lucha de los trabajadores, de las organizaciones que han conformado la socialdemocracia histórica. Hemos convivido con él, esforzándonos en mejorarlo, con avances progresistas y retrocesos conservadores, con naturalidad, considerándolo irreversible. Hasta que llegó esta crisis con más ramificaciones que una hidra sembrada en estiércol maduro de ave.
Antes, los que tenían una idea y conseguían los recursos necesarios para ponerla en marcha montaban una fábrica, contrataban una plantilla de trabajadores que transformaban con su esfuerzo, herramientas y cierto aporte de energía, determinados recursos naturales en productos manufacturados. Su utilidad y una estrategia comercial adecuada, determinaban la demanda y el precio, y con ello la rentabilidad de la empresa.
Hoy, los mercados son las fábricas en las que se producen las plusvalías del presente. Solo tienen acceso los que tienen dinero, no necesitan las manos que laboran, no producen mercancías, bienes o servicios. Generan nada más ni nada menos que intereses financieros, cotizaciones, primas, etc.
Ya no es necesario producir para obtener ganancias, no se obtienen beneficios fabricando, sino especulando, lo importante es meter el dinero en los fondos de inversiones adecuados, los mejor retribuidos. Pregunten en su banco y le ofrecerán una cartera muy variada, ajustada a sus fobias, preferencias, gustos o necesidades. Solo se exige algo imprescindible: disponer de capital. Si usted solo tiene la fuerza de sus manos y su inteligencia, no lo intente, evítese la frustración de una negativa inevitable, aunque siempre educada. Faltaría más.o menos.
Antes, el dinero con mayúsculas estaba en manos de unos cuantos, ahora de unos cuantos menos, pero hay muchos, cientos de miles, millones que también lo tienen aunque con minúsculas. Es lo que llaman la socialización del capitalismo, un fenómeno que ha venido de la mano de las clases medias; ese colectivo heterogéneo, hijo de la socialdemocracia que ha venido a desterrar la lucha de clases, al menos mientras todo vaya bien.
En este escenario las decisiones, sobre qué hacer con el poco dinero de muchos, que es mucho, las toman unos cuantos en nombre de todos los que no preguntan cuándo, dónde, cómo ni por qué. Solo miran el extracto bancario mensual que certifica la rentabilidad de los depósitos, mientras se quejan o maldicen, dependiendo de los resultados, de la voracidad de los especuladores y la volatilidad de los mercados.
Como se puede apreciar a diario en las tertulias radiofónicas, también queda elegante y refinado criticar a los gobiernos que destinan recursos públicos a garantizar la solvencia de las entidades financieras, soslayando que la alternativa sería la quiebra del corralito argentino que la mayoría lleva en la cartera. Tiene escasa épica la certeza de que todo podría ser aun peor, como cuando intentamos convencer a alguien que ha tenido la inmensa suerte de no perecer en el incendio que ha calcinado toda la casa. Ya saben: «mal de muchos consuelos de...».
El problema parece estar en que esos pocos, que deciden qué hacer con lo de muchos, son versos sueltos y van a su bola. Son como la banca del casino financiero en el que se ha convertido la economía mundial, ellos nunca pierden. Se repartieron incentivos multimillonarios por la gestión de los fondos basura, los que estuvieron en el origen de la crisis que nos asola a todos y lo siguen haciendo como directivos de los bancos salvados con el dinero de todos.
La seguridad pública depende de la policía y el estado de derecho del policía que vigila al policía, aunque como nada es perfecto, para los escépticos la ecuación se conjuga al infinito. Sin embargo, en materia financiera estos virtuosos de la avaricia han logrado la cuadratura del círculo mediante un sistema de auditorías que, como las encuestas electorales, las cocinan quienes las pagan. Han llegado a tal nivel de sofisticación que, camuflados bajo el mágico referente de «los mercados» han decidido prestar más confianza a lo que dictaminen las agencias de evaluación de riesgo que a lo que certifiquen los bancos centrales. ¿Qué importancia tiene que el Banco de España avale nuestro sistema financiero frente al informe de un experto de la agencia de evaluación de riesgo de turno? Qué flaca es la memoria interesada; ya hemos olvidado que las grandes firmas auditoras internacionales certificaron la solvencia financiera de los Morgan Stanley y compañía hasta el mismo día de su quiebra.
Que el bienestar de todos dependa del informe elaborado por un 'experto' y avalado por la agencia de turno, ambos a sueldo de esos pocos que administran el dinero de muchos, es como «poner a la zorra al cuidado de las gallinas». El argumento recurrente es que el granjero afanoso está politizado, mientras que el canino sigiloso es un experto neutral en la materia.
Ya es sabido que la política lo contamina todo, desde que lo inmortalizó el nefando caudillo con aquello de: «Usted haga como yo, no se meta en política». Para esos pocos que administran el dinero de muchos cabría traducirlo en algo parecido a: deme su dinero y no pregunte, será mejor para todos, mientras piensa pero calla.especialmente para mí.
Inasequible al desaliento, la derecha española lo tiene claro: menos política y más confianza frente a la crisis. Siempre ha pensado, aunque se ha esforzado en ocultarlo, que esto solo se arregla metiendo en vereda a esa gente que se ha acostumbrado al todo gratis: la educación, la salud, los pensiones, la dependencia, etc. ¡Qué despilfarro! Ellos las suprimirían de un plumazo, perdón, de un decretazo, pensando en la cantidad de empresas que se lo podrían montar en estos sectores.
Porque hay que dejarse de pamplinas y paños calientes, el PP está en contra de la reforma del mercado laboral o de las pensiones. Todo sea por recuperar la confianza de los mercados. Claro que puestos a practicar esa fea costumbre humana de pensar, cabría preguntarse: ¿para qué los necesitaríamos si se toman radicalmente en serio esa consigna, que en privado defienden, de cerrar el grifo?