Galgos de testosterona
Actualizado: GuardarEl brillo de las medallas que refulgía en el estadio con la solemnidad del himno y la bandera de repente se ha transmutado en una bolsa de oscuro plasma colgada al cuello de un atleta. Los federativos han desaparecido porque la sangre les da pavor y un escalofrío de desolación se apodera del sistema nervioso de millones de aficionados. Una sucia cinta rosa gira confundida entre las hojas del otoño palentino agitada por el cierzo frío de la meseta. Creíamos que la cara era el espejo del alma; que el esfuerzo de los entrenamientos impulsaba las piernas ligeras después de tres mil metros de tortura, que el oro premiaba el esfuerzo y que el deporte era un reducto todavía a salvo de la corrupción. Se pronosticaba el número de medallas desde los centros de alto rendimiento calculando la ecuación entre las marcas, el esfuerzo durante el invierno, los cronómetros de los preparadores al límite de las milésimas. Pero la realidad se escondía en las neveras portátiles a reventar de bolsas con superávit de hematocritos, inyectables con anabolizantes y sustancias diseñadas para enmascarar la pócima de Panorámix.
El deporte es un 'show business' y para alimentar el negocio mejor queroseno que gasolina. Ya no sirven los espagueti como combustible para las máquinas de quemar calorías en que se han convertido los cuerpos de los atletas. El alimento del espectáculo y del récord ya no se cría en las verdes praderas. Se diseña en laboratorios donde la química descubre con frenesí nuevos compuestos que sirven para combatir tumores, disimular dolores o acelerar el rendimiento de los tejidos musculares. Durante la Guerra Fría en Alemania del Este los niños deportistas se hacían hombres de medallero en pocos meses de sobrealimentación; las niñas parecían un paquete de músculos sin alma. Y con la mirada vacía saludaban la bandera de la República Democrática coleccionando medallas de la vergüenza. Como el éxito deportivo equivale al prestigio de la patria se paga muy bien. Se trafica con pasaportes subsaharianos o caribeños para arañar un puesto en el podio y las alfombras más mullidas se reservan para los atletas, sus preparadores y los alquimistas de los récords. Son los mimados de la Administración y las grandes marcas. Pero los sistemas de detección de la trampa y el dopaje avanzan en la cola del pelotón. Nadie parece preocuparse demasiado y se mira a otro lado porque el negocio y el espectáculo necesitan sangre fresca y nuevos galgos para la pista. De repente equipos de fútbol que una temporada se comían el césped se hunden en la clasificación cuando les cambian el médico del vestuario, tenistas que un día ganaron un Gran Slam desaparecen del Top 100, ciclistas épicos de una etapa en el Tour, se convierten al año siguiente en carne de pelotón. ¡Que lástima!