Mediocridad
En este país se profesa una generalizada desconfianza hacia el conocimiento
Actualizado: GuardarUna de las más estúpidas causas de infelicidad proviene del triste hecho de no conocerse uno a sí mismo. Y de creer que no se recibe el reconocimiento que se merece. Se trata de una cuestión de autopercepción, claro. Y por lo general, todos pecamos un poco de eso: de considerarnos mejores de lo que somos. Y de juzgarnos a nosotros mismos con demasiada benevolencia, por lo que, cuando alguien nos pone en el sitio que nos corresponde, pretendemos ofendernos. Esto también pasa a nivel nacional, por supuesto. Recuerden el lamento de Moratinos que Wikileaks sacó a la luz el otro día: «Somos la octava potencia mundial y nos tratáis como a un país de quinta fila». ¡Ay, qué dolor! Con el asunto de la educación ocurre lo mismo. Una y otra vez, los informes internacionales coinciden en colocarnos por debajo de la media. En la zona de los mediocres. Y una vez tras otra, fingimos sorprendernos como si se nos estuviera intentando humillar injustamente ante los demás países. ¿La octava potencia del mundo? ¿En qué? No voy a contestar. Solo voy a poner un ejemplo real de este mismo mes. Es un chico de 15 años que está en 4º de la ESO. Se trata de un buen estudiante. Pero no quiere demostrarlo. Cuando el profesor, en un aparte, le pregunta por qué no contesta en clase las preguntas que él sabe que podría contestar correctamente, el alumno responde que no quiere hacerlo porque le da vergüenza. Y porque teme sentirse marginado por listo. Esto no es ninguna excepción. Desgraciadamente, como la mayor parte del profesorado sabe muy bien, está sucediendo con mucha frecuencia. Se abandona a los buenos. Reciben becas de otros países. Y en cuanto pueden se largan.
En este país se profesa una generalizada desconfianza hacia el conocimiento. Desde el barroco. Arrimamos el micrófono al que vomita la brutalidad más vergonzosa y celebramos la grosería hasta la saciedad. No es casualidad que nuestro héroe nacional sea un lector apasionado al que los libros, en vez de instruirle y mejorarle, convierten en un loco fantasioso del que ferozmente se burlan hasta los más necios. Cuando Millán Astray soltó aquello de «Muera la inteligencia», no hacía más que expresar la esencia de una corriente espiritual muy española. No finjamos extrañarnos pues de que estas evaluaciones internacionales nos sitúen en la parte baja de la lista de los países de la OCDE. No se trata de nuestros profesores, ni de nuestros alumnos, sino de nuestro ADN nacional. Ángel Gabilondo, con esa buena dosis de pensamiento positivo que acostumbran a exhibir los ministros ante la cruda realidad, se mostraba contemporizador: «No sacamos sobresaliente ni notable, pero sacamos un bien». También es verdad. Me recuerda el «Que inventen ellos», de Unamuno. Sonaba un poco triste, pero bueno. El undécimo: conocerse uno mismo.