
Ungar, la novela del Herralde
En su obra 'Tres ataúdes blancos' el escritor colombiano realiza una deslumbrante sátira de la violencia empleada en la política de América Latina
Actualizado: GuardarEl humor es quizá la única arma psicológica de la que disponemos los mortales apacibles ante la injusticia cuando ésta adquiere dimensiones extraordinarias; cuando recurre a la violencia más brutal para perpetuarse y cuando, en fin, «la realidad supera a la ficción» como dice el tópico manido que no por tópico tiene que dejar de ser cierto. En realidad, lo que hace el escritor colombiano Antonio Ungar en 'Tres ataúdes blancos' al satirizar con el humor más negro y más duro la violencia criminal que impregna la política de su país y del resto de Latinoamérica es romper dicho tópico por la civilizada vía de la literatura poniendo, así, la ficción a la altura de la realidad, mirando a la realidad con la misma implacabilidad que ésta muestra y no permitiendo que le gane la mano de lo fantástico. El humor de Ungar no es regocijo ni complacencia con el horror generado por la más grosera ambición y el ansia humana más bestial de poder sino indignación digerida y estoica; elaborada denuncia y compasiva venganza en el papel.
El argumento no ofrece complicaciones y tiene algunos inconfundibles ingredientes de la comedia de enredo que no restan verosimilitud novelesca ni eficacia narrativa ni energía literaria al juego de identidades y al retrato de la banalidad política que asume e ingiere como auténtica y como real la falsificación. En un país imaginario y prototípico del modelo latinoamericano llamado Miranda, donde la corrupción no es que afecte a la estructura del poder sino que es el material con el que está construido éste, es brutalmente asesinado el líder de la oposición Pedro Akira, de tres balazos mientras come, en un restaurante italiano, canelones.
«Una cosa llevó a la otra» dice la primera línea del texto de Ungar y «la otra cosa» a la que lleva ese asesinato gastronómico es a la suplantación del asesinado por alguien que se le parece mucho, que es clavado a él, o sea por nuestro hombre, el protagonista y propietario de la voz en primera en persona con la que se topa el lector sólo abrir el libro. Se trata de un pobre hombre, un sujeto apocado y aislado, aficionado al contrabajo, a los cócteles de vodka y a relacionarse con el resteo del Universo a través del ordenador.
La referencia más clara y fácil de este planteamiento argumental del antihéroe que asume la identidad de un héroe es 'El general Della Rovere', la novela que Indro Montanelli publicó en 1959 y en la que narraba la metamorfosis por la cual, en la Italia de la SGM, un infeliz comediante del tres al cuarto aceptaba la propuesta de las fuerzas de la Resistencia de suplantar a un general aliado con el objetivo de mantener la moral de los antifascistas y se tomaba tan en serio su papel que acababa siendo hecho preso y fusilado, con los demás resistentes, como un verdadero héroe.
Como en la novela de Montanelli, escrita con una clave más tierna y dramática, en la de Ungar el tipo elegido para la farsa acaba asumiendo con convicción su papel de salvador de la patria y esa transformación le termina costando la vida. Pero, aunque exista tal coincidencia en la falsilla de la historia, en este caso los escenarios exóticos y la situaciones disparatadas son bien distintas. El falso-verdadero héroe de Ungar tiene por delante un gran espacio para la acción así como la oportunidad de meterse en toda clase de cómicas aventuras y desventuras para luchar contra el régimen del pequeño y feroz presidente Del Pito.
Sin duda el «pitismo», doctrina ideológica creada por el mencionado personaje, es uno de los grandes aciertos del libro y tiene rasgos que lo emparentan con los grandes y conocidos casos dictatoriales del continente como esos Escuadrones de la Muerte que sirven para ensanchar los dominios territoriales de narcotraficantes y políticos. Ungar pinta en 'Tres ataúdes blancos' un fresco caricaturesco y esperpéntico de las tiranías presidencialistas de Latinoamérica que, sirviéndose de una apariencia democrática que es puramente formal, no dejan de constituir más que descarnadas dictaduras en las que el control sobre los ciudadanos no tiene límites.