Wikileaks, capítulo dos
Actualizado: GuardarLas elecciones al Parlamento de Cataluña confirmaron ayer los pronósticos sobre el retorno de CiU a la presidencia de la Generalitat y ofrecieron un índice de participación superior al de las autonómicas de 2006. La debacle del PSC y la de sus socios del tripartito contrastó con el notable ascenso del PP. La inapelable victoria de Artur Mas permite a los convergentes afrontar los primeros meses de esta novena legislatura autonómica gobernando en solitario y sin necesidad de rubricar ningún pacto de estabilidad hasta conocer los resultados de las municipales de mayo de 2011. Pero tanto las consecuencias de la crisis y la ralentización de la recuperación económica como la contención de la efervescencia soberanista por parte de los votantes invitan a una administración moderadora del poder autonómico. La promesa que Artur Mas formuló en su último mitin de campaña anunciando que asumiría la victoria «con generosidad y humildad» deberá demostrarse en el terreno político. Es seguro que en la misma sesión de investidura ERC y Laporta le animarán a aprovecharse de la ola del cambio para dar salida a la aventura soberanista, y es posible que sea ese también el deseo de determinados sectores convergentes. Pero Mas no solo debería hacer caso omiso a tal propuesta, sino que está obligado a atender preferentemente a la disposición que el PSC por un lado y el PP por el otro pudieran mostrar a facilitarle la gobernabilidad. El escrutinio de ayer adquiere una dimensión nacional, tanto porque da inicio al ciclo electoral que discurrirá por las municipales y autonómicas de la próxima primavera hasta llegar a las generales previstas para 2012, como por el peso de Cataluña en la conformación de las Cortes, la relevancia del PSC respecto al PSOE y el apreciable resultado obtenido por el PP. El vuelco político catalán permitirá, con toda probabilidad, que Rodríguez Zapatero pase a contar con el apoyo parlamentario de CiU. Pero al mismo tiempo realza las expectativas de Rajoy y del PP tanto de cara a los comicios de mayo como en cuanto a sus aspiraciones de regresar a la Moncloa.
El Gobierno norteamericano se atuvo en los últimos días a la tesis poco creíble de que la nueva divulgación de cientos de miles de sus documentos diplomáticos pondría en peligro la vida de muchas personas y, lo que no es novedad, rechazó hablar bajo ningún concepto con Wikileaks. Hasta aquí, pues, todo muy convencional. La primera oleada suscitó un extraordinario interés en todo el mundo y animó el eterno debate entre libertad de información y responsabilidad social, no provocó ningún cataclismo y solo confirmó lo obvio, por sabido. Por ejemplo las torturas en Irak o la corrupción en Afganistán. Y ahora es probable que suceda algo semejante. La novedad es que la información ahora liberada es toda diplomática y, por tanto, desvelará miles de informes enviados al Departamento de Estado por las embajadas norteamericanas. Es decir, el rutinario trabajo de cientos de funcionarios que viven de eso, incluso de equivocarse mucho en sus apreciaciones. Washington se ha limitado a protestar y a advertir a media docena de países contra las seguras anotaciones poco agradables con amigos y aliados. El presunto secreto concluye, llega la luz. y, como en el soneto, fuese y no hubo nada.