Un hombre llora al comprobar los destrozos que el bombardeo norcoreano del pasado martes causó en su vivienda de la isla de Yeonpyeong. :: EFE
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Frente de guerra en Yeonpyeong

Los pocos surcoreanos que se han quedado en la isla tras el ataque del martes critican la falta de previsión oficial, en medio del desembarco de tropas y periodistas

YEONPYEONG (COREA DEL SUR). Actualizado: Guardar
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Armados con fusiles de asalto y protegidos con chalecos antibalas sobre sus uniformes caquis de camuflaje o azul marino, los soldados surcoreanos y los grupos especiales de la Policía dan la bienvenida al barco de Incheon que llega hasta la isla de Yeonpyeong. A solo 11 kilómetros de Corea del Norte, está a tiro de piedra de las bombas, como las que cayeron el martes y mataron a cuatro personas, hirieron a 18 y destruyeron una veintena de casas.

En las disputadas aguas del mar Amarillo, Yeonpyeong es la primera línea del frente. Así lo demuestran las viviendas de una planta reducidas a escombros en los callejones del centro. Junto a los afortunados inmuebles que no sufrieron daños conviven fachadas calcinadas, techos desplomados, amasijos de lo que parecen ser bicicletas y muebles hechos trizas. Con sus puertas aún abiertas y los cochecitos de bebé en los jardines, casi todas las casas han sido abandonadas a la carrera. Por las calles, alfombradas de cristales rotos, solo desfilan camiones militares, patrullas de policías, perros hambrientos y legiones de periodistas.

De los 1.700 habitantes de Yeonpyeong, sólo quedan treinta, entre ancianos que apenas pueden moverse y campesinos o pescadores atados a sus faenas. Uno de ellos es Kwang Hyun-An, quien se esmera en lavar kilos y kilos de coles en grandes barreños de plástico bajo las reventadas ventanas de su casa, ahora cubiertas con cartones. «No puedo irme porque tengo toneladas de cangrejos en las cámaras frigoríficas y aún me queda condimentar el 'kimchi' (la picante verdura local)», explica sin dejar sus labores. Casado con una isleña, este agricultor y pescador de 52 años lleva toda su vida en Yeonpyeong, donde ya se había acostumbrado a la tensión constante con Corea del Norte. «Pero esto ha sido una desagradable sorpresa porque nunca pensamos que atacaría a civiles», concluye al tiempo que menea la cabeza con incredulidad.

«Seguí a los que corrían»

Con él coincide Lee Kang-Hee, otro humilde campesino de 55 años que el miércoles huyó con lo puesto y ayer regresó para recoger su ropa y largarse al cabo de una hora en el siguiente ferry de vuelta. «Quiero recuperar mi casa en la isla, pero mi familia no tiene a dónde ir», confiesa nervioso y con un pitillo entre sus dientes cariados. Durante la refriega, Lee se escondió en uno de los refugios antiaéreos, pero se queja de la falta de previsión. «Seguí a la gente que corría despavorida porque no sabía qué hacer, ya que nunca habíamos practicado un simulacro de ataque», se queja acariciándose la barba de tres días.

«Cuando volví a mi casa de noche, no había electricidad y todo estaba tan oscuro que tuve que alumbrarme con un mechero», recuerda aún aterrorizado. Sus ancianos padres, que nacieron en Corea del Norte pero se asentaron en Yeonpyeong tras el fin de la guerra (1950-53), le esperan en la casa de baños que el Gobierno ha habilitado en Incheon para unos 120 refugiados que no han podido ser acogidos en casas de parientes.

«El lunes habremos terminado quince cabañas prefabricadas de 18 metros cuadrados para que regresen quienes han perdido su hogar», anuncia orgulloso Kim Sam-Yeol, el director de obra de la empresa KDR, que donará los módulos. En un ejemplo de la eficacia y laboriosidad coreanas, sus empleados, uniformados con petos verdes, se afanan en cortar y juntar bloques de contrachapado en el patio de la escuela local, presidida por la estatua del rey Sae-Jong de la esplendorosa dinastía Chosun. «La isla tiene una larga historia y no podemos permitir que Corea del Sur la abandone después del ataque», apela al patriotismo el director de la oficina gubernamental.

Con todos los niños evacuados, el vecino colegio ha sido tomado por doscientos periodistas y sesenta funcionarios estatales, encargados de calibrar los daños y vigilar las viviendas desde la contigua oficina del distrito. Junto al millar de soldados desplegados en la base militar, los informadores suponen una buena oportunidad de negocio para los avispados pescadores que han optado por quedarse. Al llevar a los periodistas de un lado a otro en sus camionetas compensan la pérdida de ingresos por la prohibición de salir a faenar.