La protección de EE UU da poder a Seúl
INCHEON (COREA DEL SUR). Actualizado: GuardarKim Cha-Tae, un surcoreano de mediana edad que trabaja en Incheon, apenas puede contener los nervios mientras aguarda la llegada de sus padres en el ferry procedente de Yeonpyeong, la isla bombardeada el martes por Corea del Norte. El barco viene con retraso y las imágenes de guerra que escupen sin cesar las televisiones del puerto no ayudan precisamente a tranquilizar a las decenas de personas que, como Kim, esperan a sus familiares, que han sido evacuados tras el ataque. Las dos pantallas de plasma colgadas en la terminal de pasajeros repiten las noticias de la acción armada del régimen estalinista de Pyongyang intercaladas con fotogramas de su caudillo, Kim Jong-Il, y de maniobras militares con tanques y soldados disparando sus cañones.
«No sé si habrá un nuevo ataque porque Corea del Sur y Estados Unidos llevarán a cabo este fin de semana nuevos ejercicios navales, así que les he pedido a mis padres que salgan de la isla porque tienen más de 80 años y se queden conmigo en Incheon, que es más seguro», explica Kim inquieto y con la vista perdida. En la oscuridad del horizonte, intenta atisbar los focos del ferry llegando a puerto, pero las falsas alarmas se suceden una tras otra provocando precipitadas carreras hacia el embarcadero.
Cuando, finalmente, el barco atraca en el muelle cuatro, decenas de familiares y periodistas se abalanzan en tromba sobre la rampa de desembarco. Con el miedo en el cuerpo y el cansancio en el rostro, los pasajeros, entre los que abundan los ancianos, bajan mientras acarrean las escasas pertenencias que han podido traer consigo: macutos con ropa, cajas de plátanos, bultos de cartón atados con cuerdas. Una joven con un gorro de lana desciende con una jaula con un loro en sus manos. Son los restos que han podido salvar, las pequeñas cosas de una vida cotidiana rota por las bombas del Querido Líder norcoreano.
Haciendo gala del contenido carácter asiático, en los emotivos reencuentros no hay besos, abrazos ni lágrimas, solo prisas por evitar al enjambre de cámaras y micrófonos. Aterrorizados, la mayoría de los 1.700 habitantes de Yeonpyeong han huido de la isla, donde el martes cayeron 117 obuses que mataron a dos soldados y dos civiles y dejaron dieciocho heridos, dejando un reguero de casas destruidas y reviviendo los dolorosos recuerdos de la guerra librada hace seis décadas.
«Estaba tranquilamente en mi casa cuando empecé a oír explosiones. Salí corriendo y había fuego por todas partes», rememora todavía acongojada Choi Ok-Soon, que, como muchos de sus vecinos, no sabe si podrá volver a su hogar. «Kim Jong-Il ha convertido el paraíso en un infierno», dice entre quejas por los daños que ha sufrido Yeonpyeong, una idílica isla de pescadores de cangrejos.
La línea del límite norte
Ubicada en el mar Amarillo, a 120 kilómetros de Seúl y solo once de las costas norcoreanas, se sitúa junto a la línea del límite norte, la frontera marítima declarada unilateralmente por la ONU tras el fin de la guerra en 1953 y que Pyongyang no reconoce. Desde 1990, en sus disputadas aguas se han sucedido los enfrentamientos entre ambos bandos, que han perdido soldados y marineros civiles. Precisamente, en la zona de Yeonpyeong perecieron en marzo 46 marinos surcoreanos al hundirse la corbeta 'Cheonan' cuando, según una investigación internacional, fue torpedeada por un submarino norcoreano pese a que las autoridades estalinistas lo niegan.
En medio de la tensión creciente por la reactivación de su programa atómico, el régimen de Kim Jong-Il ha dado un salto cualitativo al lanzar su primera ofensiva directa contra la población civil surcoreana. Pyongyang asegura que solo respondió a una provocación del Ejército del Sur, que estaba efectuando prácticas de tiro sobre estas aguas que ambos reclaman.
El fuego cruzado, que se prolongó una hora, pilló en medio a los sufridos vecinos de Yeonpyeong. «Estaba cogiendo ostras cuando empezaron a caer las bombas», musita a duras penas Chang Un-Sun, una abuela de 82 años que camina encorvada tras haberse pasado la vida en busca de moluscos en las playas de la isla. Sujetándola por los brazos, su hijo la ayuda a subir en su coche y se marcha, dejando atrás, quizás para siempre, la isla donde ha pasado la mayor parte de su existencia.
«Salvo unos cuantos vecinos que no quieren irse, aquí no hay más que soldados», relata por teléfono desde Yeonpyeong Kim Nari, una periodista de la cadena de televisión Arirang que anoche pernoctó en la isla. Aunque solo un barco diario la comunica con el puerto de Incheon, a 80 kilómetros y unas tres horas de travesía, el Gobierno surcoreano duplicó ayer el servicio para agilizar la evacuación.
Mientras los civiles huyen, llegan más tropas. Seúl incrementará la presencia militar en las islas de la línea del límite norte, que desde 2006 había reducido hasta los 4.000 militares.