La última capa española de Cádiz
Actualizado: GuardarVerán que él incitaba a desatar el cordón de los corpiños en una era en la que los papas todavía estaban muy lejos de aceptar el uso del preservativo aunque fuera en caso de muerte o si se hubiera de comulgar. Salvador Guerrero Reyes componía coplas en un tiempo de himnos militares. Ya de por sí, esa actividad nociva y peligrosa, propia de vagos y maleantes, hubiera bastado para conducirlo a las celdas de La Prevención o a los terribles calabozos del olvido. El maestro Guerrero acaba de morir, con 87 años, en un siglo que ya no era el suyo, cuando la electrónica le ha ganado definitivamente la batalla a la pluma y a la partitura, o cuando lucimos en la solapa de la postmodernidad diminutos microchips en lugar de orgullosas orquídeas. Aquella capa española que él mantuvo a porfía hasta que le ingresaron en uno de esos geriátricos donde se marchitan los okapis, era el último resto de aquel Cádiz con corazón de tonadilla que aún sabía distinguir la diferencia que hubiera entre Enrique El Mellizo y los Andy & Lucas. Su vida fueron más de siete mil canciones escritas aunque no siempre cantadas pero que encontraron ventrílocuos perfectos en las voces de Manolo Escobar o de Inma Márquez, de Lola Flores o de Paquita Rico, de Antoñita Moreno o de Pepe Marchena, Rocío Jurado y Amparo Bautista o muchos otros creadores a menudo anónimos cuando el paso del tiempo ha escondido entre escombros sus efímeros momentos de gloria. Él contaba historias de reinas imposibles y de coplas de valentía en un tiempo cobarde, de reinas juanas en una era de reyes de bastos, letras minúsculas para las mayúsculas rutas imperiales. Al verlo, en los últimos años bajo su impecable capa española, con sus gafas enormes de carey y su sonrisa panorámica, a cualquiera se le hubiese antojado como un tuno enmascarado que viniese de un tiempo en donde el honor no estuviera de saldo y los claveles soñasen con sustituir a las espadas. Qué habría sido de aquella España de radios de madera y paños de encaje, sin televisión por cable ni asaltos piratas de los mercados, pero con ejecuciones sumarísimas y días de luto oficiosos u oficiales, sin aquellos intrépidos narradores de melodramas en tres minutos. Qué habría sido de aquel mundo gris sin los colores de sus letras, sin la floritura de sus melodías. Ante el lento piano de la vida componían un extraño pentagrama de sueños que a veces llevaba rumbo a gloriosas tardes de toros y otras hacia la jocosa picardía del cabaret, hacia las entretelas del desamor o el heroísmo de un país que le tenía, en el fondo, demasiado miedo a sus supuestos salvadores. El jugó con las barajas de la supervivencia y lo mismo componía marchas para el Nazareno del Amor que desgranaba estribillos para esa pasión del placer que se intuía en las alcobas prohibidas de un tiempo que tenía tan poca moral que era demasiado moralista. Salvador Guerrero fue un mohicano del hedonismo en una era masoquista. Quizá el último. Como su capa española.