Editorial

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La Unión Europea intenta transmitir a la opinión pública y a los mercados la sensación de que tiene el problema irlandés razonablemente controlado, aunque solo haya conseguido enviar hoy un equipo de expertos a Dublín para estudiar el caso con el Gobierno de Irlanda y tratar de convencer a éste sobre la idoneidad de su ayuda financiera. La crisis irlandesa vuelve a demostrar que la dialéctica que se establece entre un país soberano -celoso de preservar su buen nombre y la estabilidad política interna- y el interés común de la Unión constituye -aun sin tener en cuenta los intereses particulares de cada uno de los demás socios- una fuente de recelos que precisaría algo más que un compromiso de lealtad mutua. El ineludible requisito de que para activar una operación de ayuda financiera debe ser el país en cuestión quien reconozca su crítica situación y la solicite se está mostrando tan lógico como ingenuo y parsimonioso. Solo una supervisión efectiva y solidaria sobre las cuentas de cada Estado miembro podría dotar a la UE de la autoridad que precisaría para determinar de manera incuestionable cuáles son las circunstancias concretas por las que atraviesa la economía de cada país. Porque es precisamente el cuestionamiento de la información disponible lo que impide establecer un diagnóstico inmediato y compartido que facilite una pronta actuación. Por otra parte, el hecho de que un eventual rescate financiero vaya acompañado del correspondiente paquete de exigencias en cuanto a reformas estructurales y medidas de consolidación fiscal no solo actúa como factor disuasorio para que un determinado país solicite dicha ayuda, si no que revela, antes que nada, su renuencia anterior a aplicar tales reformas y medidas. Aunque no sea la primera vez que los equilibrios internos de la política irlandesa han acabado afectando a la Unión Europea, a ésta no le será suficiente con superar el nuevo trance irlandés, sino que deberá extraer sus lecciones para dotarse de una mayor cohesión y entereza. De lo contrario, la globalidad financiera seguirá sometiendo a los 27 a continuas pruebas sobre su unidad y su capacidad para ser un actor determinante en la economía mundial.

La patológica crispación política que padecemos fue ayer causante de un nuevo desaguisado en el Parlamento: el Senado rechazó una moción del PP en que se instaba al Gobierno a modificar la normativa en materia de la sociedad de la información y se pedía el cumplimiento del principio de neutralidad de la red a los operadores de telecomunicaciones. La iniciativa cayó por escaso margen de votos, a causa de diferencias procesales, a pesar de que PP, PSOE y la mayoría de las restantes fuerzas están de acuerdo en el fondo de la cuestión: es preciso preservar la neutralidad de la red, que es el criterio por el cual todos los datos que circulan por Internet lo hacen en condiciones de igualdad, independientemente de su origen, destino y contenido. El desacuerdo, difícil de explicar a los ciudadanos, se debió a la negativa del PP a negociar los términos de su moción. Solo una red abierta permitirá innovar, avanzar en la economía del conocimiento y generar riqueza. La segmentación por criterios de rentabilidad o la discriminación por contenidos constituirían un atentado irreparable contra la libre circulación de bienes, ideas o recursos, que está en el fundamento mismo de la globalización.