OPINIONES PÚBLICAS
En la semana en la que se han celebrado los doscientos años de la libertad de expresión, las palabras del Papa han causado estragos
Actualizado: GuardarEstamos de celebración, ya lo sabe usted. Esta semana, el Decreto de Libertad de Imprenta cumplía doscientos años, y salvo algunos achaques propios de la edad, se conserva estupendamente. Doscientos años han pasado desde ese 10 de noviembre en el que los diputados doceañistas rubricaban aquello de «Todos los cuerpos y personas individuales, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación» que tanto hemos escuchado estos días y que tanto rédito nos ha dado desde entonces. De ahí a la libertad de expresión, un paso. El paso que estamos recordando esta semana, el nacimiento de la prensa tal y como la conocemos en la actualidad y el nacimiento de la opinión pública. Esa a la que apelamos constantemente cuando lo que tenemos que decir no resulta demasiado correcto, políticamente hablando.
Para celebrar este cumpleaños, se ha recuperado una de las cabeceras emblemáticas de aquellos días, 'El Conciso', transformado por arte de la modernidad en un magazín de tamaño extragrande que poco comparte ya con su bisabuelo, si no es el nombre y la marca genética que le pudo quedar en su ADN, aunque algo es algo. Y San Fernando se convirtió de nuevo en el centro de todas las miradas, y se entregó el premio a la Libertad de Expresión a Emilio Morenatti, y la Asociación Internacional de Radiodifusión, entregó el premio de la Libertad de Expresión y de los Valores Humanos -era la tercera vez, las anteriores recayeron en el Rey Juan Carlos I y en el Papa Juan Pablo II- al flamante Nobel Mario Vargas Llosa -estaba concedido hace tiempo, no es oportunismo-, sumándose así a los actos del primer Bicentenario de los que tenemos pendientes. La inauguración del Centro de Interpretación del Parlamentarismo de San Fernando y el Monumento a la Libertad de Expresión, de Alfonso Berraquero, fueron el telón de fondo -la sombra del Nobel, que es alargada- para la entrega del galardón, que recibió de manos del Vicepresidente del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, y que reconoce la coherencia y la valentía de Vargas Llosa en su trayectoria literaria. Y el premiado, como se esperaba, advirtió en su intervención de la falta de libertad de expresión en muchos países, arengando a escritores y periodistas: «No debemos ser tolerantes ni complacientes». Pues no. Las cosas tienen un nombre. Y hay que llamar a las cosas por su nombre, aunque duela. No hay más.
Por eso me sorprende tanto que la visita del Papa Benedicto XVI a Santiago y Barcelona haya removido los ríos de la tinta. Y que sus declaraciones sobre el laicismo en España y sobre los años treinta se hayan convertido en el centro de la noticia durante toda la semana hasta tal punto que el aplazamiento de la Ley de Libertad Religiosa que anunciaba Zapatero se ha querido interpretar como un paso atrás o una bajada de pantalones ante el poder de la Iglesia Católica, como si la Iglesia Católica tuviera mucho poder. En fin. Cosas peores se han visto. Y argumentos tan antiguos y tan trasnochados, también. Porque a pesar de que España no es un país laico, sí es aconfesional por ley, y por tanto el eje de influencia de una confesión se mueve en función de las servidumbres que se establezcan entre el Estado y esa religión. Y mientras el Estado no sea capaz de asumir en solitario toda la educación, toda la sanidad y todos los servicios sociales que cubre la Iglesia Católica, no nos quedará más remedio que aceptar que también el Papa tiene derecho a la libertad de expresión. Un Papa que llegó a España hablando de la familia, del matrimonio natural y del aborto ¿de qué se esperaba que hablara, de Belén Esteban?
Sin embargo, en algo sí tengo que dar la razón a aquellos que se han escandalizado por lo que ha dicho el Papa, porque sus declaraciones en el avión fueron un tanto desafortunadas. Sí. Benedicto XVI hablaba de un laicismo y un anticlericalismo muy cercano al que se vivía en España en los años treinta. Un error. Porque a poco que se hubiera informado, o le hubieran informado -imagino que los Papas tienen quien les haga resúmenes y eso-, se habría dado cuenta de que el problema no estaba sólo en los años treinta, sino que este país es anticlerical desde hace muchísimo tiempo. En eso, le llevamos ventaja a todos los que se han levantado esta semana para aclararnos que en España las prácticas católicas no paran de disminuir año tras año y que hay más matrimonios civiles que eclesiásticos, como si no lo supiéramos ya.
Porque en ese triángulo estado-religión-sociedad, ha sido la sociedad la que mejor ha sabido aplicar esto de la libertad de expresión. Y no hace falta leerse La Corte de los Milagros de Valle-Inclán y las andanzas de Sor Patrocinio en los salones de Isabel II, ni hace falta irse a Galdós, ni a Ferrándiz, ni siquiera a Segismundo Pey. No hace falta evocar a Don Quijote y su «con la Iglesia hemos topado», ni tampoco hace falta recordar que la tradición oral nos ha traído a nuestros días a miles de curitas metidos en la cama y de frailes borrachuzos. No es necesario. El refranero, el de todos los días, está lleno de consejos para aquellos que se han sentido avasallados e insultados por las declaraciones del Pontífice y en la obligación de decir públicamente lo de «Yo no te espero» que abanderó la campaña en contra de su visita a España.
Podríamos recordar aquel que dice 'Con los curas y los gatos, pocos tratos', pero puesto que no nos queda otra que tratar con ellos, quédense con este otro «Predícame, cura, predícame, fraile, que por un oído me entra y por el otro me sale». Tan sencillo como eso.