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El refugio del arte

Unos pocos están en el secreto, a los mortales nos corresponde el asombro boquiabierto

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Una nueva subasta de cuadros en Nueva York ha venido a enfrentarnos otra vez con la perplejidad de las cifras que se manejan en el mercado del arte. En una semana de frenesí en la compraventa de arte contemporáneo, decenas de obras de Warhol, Lichtenstein, Rothko y De Kooning han alcanzado precios superiores a los diez millones de dólares. La puja más alta -31,5 millones- correspondió a 'Coca-Cola 4', una pieza en la que Andy Warhol reprodujo en blanco y negro la figura de una botella del refresco tal como lo podía haber hecho cualquier comerciante de los años 50 en un anuncio de periódico. Así era el pop: una mirada fría sobre los productos de consumo, el testimonio simple y directo de un mundo dominado por el tráfico de las mercancías hechas objeto del deseo gregario.

Si las personas comunes y corrientes nos resistimos a aprobar ciertas cantidades exorbitantes cuando se aplican a obras de Picasso o de Van Gogh, menos explicación aún encontramos a los precios alcanzados por otras piezas de autores cercanos. Pero tendemos a permanecer callados ante la acomplejada conjetura de que haya en el arte un misterio que no somos capaces de entender, unos contenidos que solo pueden apreciar otras sensibilidades más exquisitas y más preparadas. Esta ha sido la argucia de cierta crítica surgida en la mitad del siglo XX que embadurnó de palabrería el discurso del arte y cuyo murmullo aún se sigue oyendo por ferias y galerías. Mientras que unos pocos están en el secreto, a nosotros los mortales nos corresponde el asombro boquiabierto de quienes no han desarrollado el sentido del gusto.

En ese deliberado malentendido se sustenta la ética de las subastas. Cualquier cantidad es lícita ya que está en manos de los elegidos. Ellos deciden los precios en virtud de la autoridad que les ampara tanto como nos excluye, que los eleva tanto como nos rebaja a nosotros a la categoría de seres sin criterio ni conocimiento, de infelices observadores de una fiesta a la que nunca estaremos invitados. Valor y precio han acabado siendo la misma cosa: una entidad indescifrable y volátil regida por el azar especulativo. Ni que decir tiene que a estas alturas los marchantes ya no son más que brokers, especializados en cuadros como podrían estarlo en mansiones. Y de los viejos magnates coleccionistas atacados de fiebre estética apenas queda nada. Su lugar ha sido ocupado por tratantes de porcino elevados a banqueros que se relacionan con empresarios de la construcción forrados de pasta. Para conocer el origen de estas cotizaciones, tan inexplicables en tiempos de crisis, hay que viajar a China, a Rusia, a Brasil, allá donde las nuevas fortunas alcanzan dimensiones de insulto. Las subastas de arte ya solo nos hablan de inmensas sumas de dinero que dan vueltas por la estratosfera hasta dar con un lienzo cualquiera de Warhol en el que poder refugiarse.