Enseñar la literatura
Actualizado: GuardarHace unos días se celebró con gran éxito (y perdonen la inmodestia por la parte que me toca) el XII Congreso de la Fundación Caballero Bonald, con el lema 'Enseñar la literatura'. Y lo que oí, aprendí y discutí en ese encuentro me da pie para retomar el asunto que se ha tornado en obsesión en mis artículos: la defensa de la literatura como asignatura esencial, en la escuela y en la vida.
Me viene de nuevo a la memoria una cita de Proust que no por repetida deja de ser atinada y veraz: «Quizá no hay días de nuestra infancia tan plenamente vividos como aquellos que creímos haber dejado sin vivir, aquellos que pasamos con nuestro libro predilecto». Estoy convencida de que es así, porque lo he experimentado, porque lo he comprobado. De entre los brillos de la infancia siguen destacando con un resplandor intacto los ratos de soledad acompañada que me dieron mis libros favoritos. Las tardes de verano en que buscaba la sombra de un árbol para aventurarme con Los cinco de Enid Blyton (sí, Enid Blyton, no me avergüenzo en absoluto). Los domingos en casa de la abuela recorriendo mundos reales e inventados, de la mano de Julio Verne. Las noches en las que algo parecido al primer amor me impulsaba a buscar la aquiescencia de Bécquer en sus Rimas. Los minutos robados al sueño por conocer la suerte del desvalido Oliver Twist o de la desventurada Ana Frank. Todos los retazos de vida vivida a través de los libros son, de algún modo, los que realmente me dicen, los que reconozco míos.
El poder vivificador de la literatura es un misterio que todo niño debería conocer. Y es misión de quienes tenemos un mínimo de influencia sobre ellos (padres y madres, tíos, profesores) revelárselo. ¿Permitiremos que se pierdan ese deleite?