Sociedad

El triunfo de un niño rebelde

El hijo reaccionó durante toda su vida contra cualquier tipo de imposición, incluidas las dictaduras Su padre quería para él un futuro lleno de leyes, números y correajes

MADRID. Actualizado: Guardar
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Cuando a Jorge Mario Pedro Vargas Llosa le decían Marito, o Varguitas, y devoraba los versos surrealistas de César Moro, en el patio del Colegio Militar Leoncio Prado, avisaron a su padre de que el niño prestaba más atención a las letras libres que a las impuestas, y de que tenía una imaginación rebelde, difícil de contener, con la que lograba evadirse de las consignas, de la instrucción y del tedio de las clases. A Ernesto Vargas, un hombre duro, chapado a la antigua, aquella adicción de su hijo, ilustrada por el tableteo continuo de una máquina de escribir, le sonaba rara, infantil y bohemia, así que se puso manos a la obra e intentó convencerlo, por las buenas o por las malas, de que el futuro sería una cosa seria, llena de leyes, números o correajes. Inventarse cuentos no era una tarea propia para un chico inteligente.

Varguitas hizo entonces lo que cualquier adolescente resentido: escribió el doble. Si hay una constante en la vida y en la obra de Mario Vargas Llosa es la necesidad de reaccionar, emocional, política y literariamente, contra cualquier clase de imposición.

Cuando ingresó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el gobierno se afanaba por perseguir a la izquierda, así que el joven escritor se afilió al Partido Comunista. Más tarde, tras conocer las entrañas de la Revolución Cubana, a la que la inmensa mayoría de los intelectuales latinoamericanos miraba con simpatía, de nuevo quebró la norma y se situó al otro lado del espectro, representado en la Democracia Cristiana de Cornejo Chávez.

No fue sencillo, tampoco entonces, marcar las distancias con ese otro tipo de autoridad, más difusa, pero igualmente poderosa, que significaba la corriente ideológica de moda. Su implicación llegó al punto de presentarse a unas presidenciales, que perdió con rotundidad. Bryce Echenique, compañero y cómplice, lo consoló: «Los peruanos han votado para que sigas escribiendo». Y eso hizo.

La misma actitud, desobediente, subversiva, tomó en el amor. Habría que ver la cara del señor Ernesto Vargas Maldonado tras recibir la noticia de que Varguitas, a los 19 años, además de estar embarcado en la escritura de 'Los Jefes' y 'El Abuelo', acababa de casarse con Julia Urquidi, tía política por parte materna y diez años mayor que él. Estaría al borde del colapso cardiaco, además, cuando supo que su retoño, llamado a la contabilidad o a la toga, llevaba la comida a casa haciendo malabarismos con siete trabajos, a cual más precario e 'indeseable': librero, redactor de notas para agencias, y hasta catalogador de lápidas en el Cementerio de Matías Maestro. De Julia se divorció en 1964, aunque ni por esas pudo descansar su padre. Un año más tarde contrajo matrimonio con su prima Patricia Llosa.

«Todas mis novelas son testimonios cifrados». Si Vargas Llosa se amotinó contra su padre, contra los dogmas imperantes, contra la intransigencia religiosa, contra las convenciones sociales, e incluso contra la propia idea de 'rebeldía' como una simple pose estética o un mero valor añadido, su literatura no podía ser más que la expresión de todas y cada una de esas insurrecciones.

La parodia, la autobiografía disimulada, la novela (heterodoxamente) histórica, la farsa política, la disección del amor. siempre como respuesta a sus derivas intelectuales, a sus carencias, a las inquietudes con las que carga desde aquella tortuosa juventud; como defensas extraordinarias contra el dolor, la frustración, la tristeza y el infortunio.

Hace unos años, tras El Cervantes, dijo: «Escribo para llenar vacíos. Para mí, como para Flaubert, la literatura ha sido una manera de vivir». La receta, en cierta forma, ha servido también a todos sus lectores.