Tribuna

Atlas

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Un francés, un holandés y un español (como ajustándonos al guión clásico de este género de chistes) nos hemos adentrado el pasado mes de agosto en lo más profundo de la cordillera marroquí del Alto Atlas.

Después de abandonar el caótico infierno de Marrakech, en cuyas calles los fieles musulmanes trataban de sobrevivir hasta la caída del sol a los rigores del Ramadán sin un mal trago de agua, friéndose a temperaturas superiores a los cincuenta grados, hemos puesto rumbo a Ait Benhaddou, mítico enclave bereber en la remota provincia de Uarzazate, en las estribaciones meridionales de la majestuosa cadena rocosa.

Siguiendo el ritmo lento de enormes camiones que subían bufando por la estrecha ruta de asfalto como pesados mastodontes, fueron más de un centenar de kilómetros de ascensión por una terrorífica carretera que te brindaba, no obstante, si demostrabas el suficiente valor de echar la vista abajo, el vertiginoso espectáculo de su cola de serpiente perdiéndose en lo más profundo del abismo. Una vez superado el puerto, nos lanzamos a un no menos largo descenso de escalofrío, en el que hubimos de enfrentarnos a los demonios de cualquier tipo de siniestro que pudiera estar esperándonos en los recodos ciegos de cada curva.

En un determinado momento nos apartamos de esta ruta por una carretera de ruinoso asfalto que, un poco más adelante, acabó por diluirse entre la propia naturaleza mineral del terreno. A la caída lenta del sol circulamos por esta pista de tierra que discurre en paralelo al curso del Ounila, una cinta verde que se extiende por el fondo del valle, entre profundas gargantas y laderas cubiertas por los vómitos de escombros de la erosión, aprovechando la humedad del lecho de un río que aún en los meses secos continúa alimentándose pobremente del corazón helado de las altas montañas. Jalonan este recorrido pequeños núcleos de población con casas mimetizadas del mismo color rojizo de la tierra, aldeas más o menos crecidas en función de la amplitud del terreno llano que inunde el río. Un desolado racimo de casas en los pasos angostos, todo un pueblo con mezquita donde el curso se ensancha y se muestra generoso. Nuestro vehículo suponía una presencia extraña en el paisaje semidesértico únicamente animado por algunos animales domésticos junto con sus dueños. Alguna que otra bicicleta. Una vieja moto en el mejor de los casos.

Cuando la oscuridad fue transformando las altas cumbres en negros gigantes decidimos hacer un alto y disfrutar de la legandaria hospitalidad bereber. Con los hombres de la familia de Abdallah compartimos la harira que pone vespertino fin a los rigores de la cuaresma musulmana. Una sopa de lentejas y fideos picante acompañada de dátiles, aceitunas, higos, almendras, zumo de naranja, dulces y el infalible té de menta que debe arrancar los agradecidos eructos del pecho de los invitados. A continuación subimos a la terraza, donde la familia tenía ya dispuestas las alfombras para pasar la calurosa noche al raso. Los hombres orientaron las cabezas en dirección a La Meca y sometidos a la cotidiana disciplina de su gimnasia litúrgica, mascullaron oraciones para dar gracias al Creador por haberles permitido llegar vivos al extremo oscuro de otro día. Las estrellas adornaban ya con sus candelas una noche cuyo denso silencio sólo perturbaba levemente el murmullo de nuestras voces.

Cenamos un rico tajín de cordero con higos, tomando cada uno su bocado de una misma fuente, con la única ayuda de un trozo de pan entre los dedos. Nos sometimos a todos los ritos a fin de que nuestras pretenciosas conciencias de hombres venidos del Primer Mundo no enturbiara el disfrute que debía entrañar este breve retorno a nuestros orígenes neolíticos. Y nuestros pervertidos espíritus urbanos sintieron al mismo tiempo la extrañeza y la envidia de comprobar cómo se puede ser perfectamente feliz sin todo aquello que los occidentales consideramos hoy indispensable en nuestras vidas.

Estos bereberes o imazighen ('hombres libres') marroquíes cuyas vidas dependen en exclusiva del cultivo de los fértiles márgenes fluviales son pobres pero felices porque durante miles de años han sabido vivir en armonía con el lugar donde nacieron. No le exigen a su tierra más de lo que su tierra puede darles. Cereales, frutas y verduras, las proteínas en forma de huevos, leche y carne de su animales, la mantequilla y la lana para fabricar alfombras y prendas de abrigo que tiñen con los variados colores minerales que encuentran en sus montañas. El paraíso occidental no aparece en su horizonte de expectativas y la maldita patera queda por fortuna fuera de su círculo de ambiciones.

Nosotros, los que estamos esquilmando la Tierra, podríamos aprender mucho del amazigh si fuésemos capaces de desprendernos de nuestra destructiva soberbia de seres humanos superdesarrollados. En todo caso, el día que por fin consigamos dejar al planeta como un limón exprimido, los bereberes del Atlas, entre otros, podrán lavarse las manos.