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TODO LO QUE SEA DE ORO

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En las épocas de crisis emerge siempre dos clases de personas: los que se hacen de oro y los que se ven obligados a deshacerse de él. Se cotiza mucho ahora lo que siempre hemos llamado el «tesorillo del pobre»: cadenillas, anillos y piezas sueltas de una dentadura. Por la calle no se ven más que letreros que anuncian la venta de pisos y otros, con adecuado fondo amarillo, que prometen la compra de oro. «Todo lo que sea de oro, al máximo precio». Ofrecen dinero en metálico al instante, pero estiman indispensablemente presentar el carné de identidad del vendedor, que siempre tiene mala cara. Con oro, nada hay que falle, según el Tenorio, pero se equivocó el personaje de Zorrilla, al que también estafaron los usureros. Cuando se vende el minucioso oro de un reloj que perteneció al abuelo es que falla la sociedad entera. El llamado vil metal, que García Márquez dice que lo tiene identificado con la mierda, adquiere la mayor vileza posible en el mercado. En ocasiones no solo se confunde con todo lo que reluce, sino con los mercaderes que aprovechan la penuria de los demás. «No hay fortaleza a la que un asno cargado de oro no pueda llegar».

Hasta los peces, según dicen los pescadores, muerden mejor los anzuelos de oro. Por nuestros desiguales pecados, que es verdad que no admiten comparación, hemos hecho una España donde no se alquila el trabajo, pero se vende el oro. Su precio está más alto que nunca, aunque su valor sea el mismo. Habrá que darle la razón al más bien siniestro Ambrose Bierce, que lo define en su diccionario como metal amarillo que debe su extraordinario aprecio por lo bien que se presta «a las diversas especies de robo conocidas como comercio». Quien tenga una onza, que no la cambie porque va a subir más después de la huelga.