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Prosapia

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Al visitar las Misiones que construyera Fray Junípero Serra, a lo largo del costillar desértico de las Californias, sobrecoge la gallardía y el denuedo con el que acometió esas castas obras de arquitectura votiva. Las ubicadas en tierras mexicanas, viven como fantasmas derruidos, desangelados, no siendo el Desierto del Vizcaíno tierra habitada por seres piadosos. Entre sus tapiales de adobe, de fragancia textil mallorquina, dormitan las serpientes de cascabel y las temibles coralillo, queriendo disuadir a la piedad residual de que busque allí cobijo confesional. Sin embargo, franqueada la farragosa frontera de Tijuana, ya en Estados Unidos, la conservación de las Misiones Franciscanas es primorosa. Las cuidan con gran respeto candoroso y proclamado orgullo, sobre todo la de San Juan de Capistrano. Desde San Diego, hasta San Francisco, una tras otra, proclaman la veneración al legado de Fray Junípero, el que residió en Cádiz unos meses preparando el salto. No sólo el de una fe, capaz de hacerlo atravesar México desde Veracruz, primero en pollino y luego, aunque cojo, a pié, sino el arrostrar un desafío moderno.

Cuando se analiza allí la magnitud de esa sacrosanta machada y se constata que ese peregrinar apostólico lo comenzó en 1749, contrastándola con el fulgor que Cádiz tenía entonces, sorprende, subyuga, la juventud americana. Los estadounidenses no sólo le agradecen al testarudo fraile el haberle llevado un canon de vida, una metafísica testimonial, sino también, entre otras, las obras de acometida de aguas, otra epopeya, a Los Ángeles, la que él bautizó como, Ciudad de Santa María de los Ángeles y de la Porciúncula, la que los angelinos hoy idolatran bajo el acrónimo «LA», en una gran pirueta sintética.

Viajar a Iberoamérica, debe ser considerado por los españoles, más aún por los gaditanos, un ejercicio de responsabilidad materna retrospectiva. Sobre todo nosotros, no ya por haber estado vinculados a su nacimiento desde 1493, haber propiciado su modernización desde 1717 hasta 1779, sino porque únicamente Cádiz puede transfundir un caudal sanguíneo con tanta prosapia, con tanto peso y sentido legendario, arqueológico, histórico y cultural, capaz y capacitado para convertir a un joven amerindio en un portento musculado, altivo y orgulloso, que sabe olvidar y perdonar los errores involuntarios de una madre y que sigue, aún hoy pensando, que existe un porvenir en común. Se avecina el momento en que Cádiz pueda y deba explicarle a sus hijos que, aparte de la espada y la cruz, les llevamos también el concepto de estado y municipio, la frondosa lengua y, para mayor abundamiento, la libertad, abuela de los cauces democráticos. Allí, como aquí, se le llama chícharo al guisante.