UN BUTANO
Actualizado: GuardarEste verano he recuperado viejos hábitos que por alguna razón, no sé cual, habían desaparecido de mi repertorio de costumbres veraniegas. Por fin conseguí desprenderme del maldito estrés y del «metengoqueirrápidodelaplayaporquehequedado», y he podido disfrutar de bellísimas puestas de sol en bikini, mirando hacia el horizonte con el pelo y la piel húmedos, gaditanamente pegajosos. A esto ha ayudado claramente el hecho de que a las nueve y pico de la noche ha hecho todavía un calorcito bastante interesante que invitaba a apurar la playa cada día hasta el prosaico momento en que Doña Teófila prende esos focos tan puritanos y turísticos que colocó en la playa años ha. Atrás ha quedado ese tradicional fresquito de la caída de la tarde que, ya por la noche, se convertía en un relentito puntero que ayudaba a conciliar el sueño. Este verano no he usado ni una sola vez la rebequita de rigor que acompaña cada año las noches de verano de Cádiz.
Bueno, pues gracias a este hecho, el de quedarme hasta las tantas en la playa, he vuelto a gozar de uno de los placeres más baratos y sublimes que existen: tomarme con los amigos un par de butanos viendo la puesta de sol. Acostumbrada desde hace algún tiempo a la inercia de subir a una terraza a tomar una cerveza de barril, casi había olvidado el regusto amargo del líquido embotellado, mezclado con la sal de los labios, el sabor acre de la latilla, la saliva y el vidrio.
Benditos y socorridísimos butanos, benditas y eternas tardes de playa sin focos, jugando a las cartas, riéndonos por todo y de todo, agüita salada, barbacoas, bebecoas, sangrías, guitarras, pasodobles. Qué lujo, un simple butano, Dios mío, qué lujo.