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Cuando un presidente de gobierno está en activo se ve obligado a aparentar sensatez

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Ojalá me equivoque, pero mucho me temo que, a veces, ser ex presidente de un gobierno resulta más difícil que ser presidente de un gobierno. ¿Por qué? No lo sé, pero el caso es que uno no puede evitar acordarse de las miss mundo salientes cuando oye hablar a un ex presidente de gobierno, que siempre tiene algo de rey destronado: ese aire majestuoso de petulancia y de héroe venido a menos, propio de alguien que ha tenido un país en la mano y que ahora se limita a tener en la mano un rastrillo de jardinería o una raqueta de pádel.

Para aspirar a la presidencia de un gobierno supongo que hay que disponer de un tipo peculiar de carácter. Conozco a gente que aspira a ser gerente de su empresa, a ser un carpintero fiable o a ser un médico eficaz, pongamos por caso, pero no conozco a nadie que aspire a ser presidente del Gobierno, aunque tengo que reconocer que mi círculo de amistades no es demasiado amplio. Quien aspira a la presidencia de un gobierno debe de alimentar algún tipo de síndrome de redentor, porque no creo que nadie aspire a ese cargo con el convencimiento de que va a llevar su país al desastre, aunque el fluir de la Historia nos indica que de todo hay. Cuesta trabajo, en fin, imaginar cómo trataríamos a un amigo que un día proclamase su aspiración a la presidencia del gobierno, y no habría que descartar que le atribuyésemos un trastorno más o menos napoleónico.

Cuando un presidente de gobierno está en activo se ve obligado a aparentar sensatez, prudencia y mesura en su discurso, porque los presidentes majaretas no creo que tengan demasiado porvenir fuera de Venezuela. Ahora bien, cuando un presidente de gobierno se jubila como tal, hay ocasiones en que uno no puede dejar de sentir un poco de compasión por esa figura lastimosa que anda por ahí ofreciendo soluciones para un presente que ya no le corresponde solucionar y que recuerda a esos borrachitos que se dedican a evocar en los bares sus glorias pasadas, entre las medias sonrisas de su auditorio. Bien es cierto que muchos ex presidentes se dedican a dar conferencias con caché de artista triunfal, con ese aire olímpico de quien conoce los entramados más recónditos del mundo, de quien esconde en la manga los grandes remedios, de quien arreglaría esto en dos mañanas, al margen de que en su época de gobierno se dedicase a dar bandazos.

Son pocos, pero ahí están, y habría que hacer algo por ellos, porque de lo contrario van a tener una mala vejez: recordando menos lo que hicieron cuando les tocaba que lo que pudieron haber hecho cuando les tocaba hacerlo a otros, porque casi nadie se sustrae a la tentación de dar lecciones magistrales a toro pasado. Compremos varias islas, no sé, y mandémoslos allí en condición de virreyes, por ejemplo. A ver si de ese modo se aplacan, digo yo.