Olvidos imperdonables
Nadie tuvo el gesto de ofrecer a Juan Marichal en nuestra universidad una cátedra o similar
CATEDRÁTICO DE DERECHO POLÍTICO Actualizado: GuardarNo creo andar muy en el error si afirmo que la reciente noticia del fallecimiento, allá en tierras de México, de ese gran intelectual llamado Juan Marichal, de cuna tinerfeña, debería haber sensibilizado con fuerza el actual pensamiento español y, sobre todo, debería, igualmente, originarnos una especie de gran culpabilidad nacional. Al margen de un magnífico recuerdo hecho por Lucena Giraldo, apuntando facetas de sumo interés sobre su vida y su amplia obra, muy poco más he podido leer o comentar en momentos todavía «vibrantes» por ese gran «acontecimiento patrio» que parece haber sido el «triunfo de la Roja». Una vez más, el penoso ejemplo de la situación de nuestra preocupación cultural. Y ello, como paradoja, en una situación de supuesto gozo democrático empeñado en convencernos de que lo del aislamiento intelectual era propósito deliberado del anterior autoritarismo y que con el cambio todo iba a renacer.
Tuve la fortuna de conocer personalmente a Marichal en la segunda parte de los años sesenta. Realizando una de mis estancias en Estados Unidos, me desplacé expresamente de Nueva York a Harvard, universidad en la que era brillante profesor. En principio, motivó esa visita una especie de necesidad de agradecerle el hecho de haber hecho posible el conocimiento y la publicación de las obras de Azaña, por entonces muy sesgadamente publicadas en España y como aportación del máximo interés para quienes, desde comienzos de los sesenta, nos habíamos «atrevido» a estudiar la Segunda República. En ese encuentro comenzó una buena relación de loable amistad. Vino a New York en varias ocasiones y, junto a su entrañable Solita Salinas, hija del gran poeta, pasamos horas y horas recorriendo el Metropolitan y acudiendo a estrenos teatrales. Como especial anécdota recuerdo una mañana en la que, en una de las primeras calles neoyorkinas donde no pocos españoles exiliados tenían un local en el que cada año celebraban el 14 de Abril, mi también buen amigo Malefakis me animó a asistir para oír una conferencia de S. Payne. Cuando este se atrevió a calificar a Negrín (como es sabido, también canario como Marichal) como «compañero de viaje de los comunistas», las voces de protesta de D. Juan, que estaba entre el público, originaron un ruidoso debate. Y es que, tras Azaña, Negrín ocupó la principal atención del reciente fallecido. Años después le invité a unas conferencias en la Universidad de Santiago, con gran eco de la prensa. Se instaló en Madrid con Solita y de nuevo accedió gustosamente a otra invitación, en este caso en Zaragoza y en el seno de la Fundación Lucas Mallada (dirigida por mí y «asesinada» económicamente por las «autoridades autonómicas»), para exponernos con profundidad el contenido de su obra 'El Secreto de España'. Duró nuestra amistad. Y me llega ahora la noticia de su casi solitario adiós. Pues bien, nunca, nadie, ni antes ni después, tuvo el gesto de ofrecer en nuestra Universidad una cátedra o similar a tan importante figura y tan valiosa aportación. Algún premio aislado como consuelo y el reconocimiento de Canarias. Ha sido todo. He escrito «olvido». Pero creo que procedería una calificación mucho más dura.
Por supuesto, no es único el caso de Marichal. En la New York City University tuve la ocasión de conocer e intimar con otra prestigiosa figura: Emilio González López. Había sido en España catedrático de Derecho Penal, con Jiménez de Asúa como maestro, y diputado en las tres Cortes de la República. En Nueva York había tenido que abandonar esa especialidad por razones lógicas. Se dedicó a la historia y la literatura, con un muy extenso repertorio de obras, algunas de ellas dedicadas a su natal Galicia. La verdad es que, durante tiempo, tuve que «luchar» contra la absoluta hegemonía de los estudios sobre García Lorca que casi monopolizaban el interés entre estudiosos y aficionados. ¡No en balde el hermano de Federico, Francisco, era profesor en la Universidad de Columbia y, claro está, al granadino, obsesión interminable del cansino Gibson, «lo había matado Franco»!(?). González López obtuvo el máximo grado académico en la citada Universidad neoyorquina y trabajó, investigó y publicó hasta el final de su vida, viviendo en un modestísimo apartamento cuajado de libros. Nos vimos casi diariamente durante todo un verano y, con asombrosa memoria, comenzaba siempre la conversación narrándome menesteres de los muchos personajes republicanos que había conocido. Curiosamente se atribuía el esfuerzo por lograr que José Antonio Primo de Rivera llegara a las Cortes y se dolía de la «espantada» de Azaña hacia la Presidencia, abandonando el Gobierno. A su vuelta a España pude obtener de Manuel Fraga que se le abonaran los años de jubilación, ya que nunca había sido depurado. Pasó días de recuerdo en su Galicia, pero quiso volver a Nueva York, donde le reclamaba su esposa. Poco después, fallecía en la terrible soledad de un pasillo en un hospital público. Y, de nuevo: nunca, nadie le ofreció nada en nuestro país. Allá donde tu espíritu ande, gracias Emilio por cuanto me enseñaste.
Y el gran maestro Juan J. Linz. Todavía bien vivo y publicando, tras su jubilación en la Universidad de Yale. Linz obtuvo una ayuda de Javier Conde para doctorarse con el profesor Lipset en Princeton. Pasó a la Universidad de Columbia, en la que estuvo casi toda su vida, convirtiéndose en auténtico pionero, a escala internacional, en Ciencia Política. Fuimos muchos quienes a él acudimos buscando su apoyo y sus múltiples conocimientos (Amando de Miguel, Miguel Beltrán, Francisco Murillo, López Pina, etc). Su también modesto apartamento era una excelente biblioteca sobre temas españoles. Tuvo el gran acierto y valor de publicar un libro, básico desde entonces, sobre la España de Franco como «régimen autoritario», cuando los indocumentados «opositores de salón» madrileños se empeñaban en lo de fascismo a ultranza y decían correr perseguidos «por los guardias». Obtuvo el Premio Príncipe de Asturias porque muchos nos empeñamos en ello. Pero absolutamente nada más. Ni en plena democracia alguien pensó en que Juan Linz debía estar al frente de una cátedra en Madrid. ¡Otro desprecio imperdonable!