Un puente entre dos orillas
Actualizado: GuardarPregunté por tomates. Ya me iba a marchar y no esperaba mucho más de aquella tarde, pero la respuesta con la que me encontré lo trastocó todo: «En mi casa tengo lechugas». De esta manera tan poco inocente un brasileño de país, ingeniero agrónomo de carrera, me cambió el rumbo de mi conversación para que habláramos de lo único que él quería hablar: de África. La torpeza fue mía, como a veces pasa. Me acerqué a él para hablar de alimentos ecológicos, y no caí en la cuenta de que había más gente, otro tema sacado a discusión. Ellos estaban hablando del Estrecho de Gibraltar, preguntándose si existían muchos lugares en el mundo en que, a tan poca distancia, hubiera una brecha social tan vergonzosa.
Fue por eso por lo que terminamos hablando de puentes. Primero, lo hicimos como arquitectos que, aun sin tener la menor idea de arquitectura, sí sabíamos en cambio que se habían tendido en el mundo puentes mucho más largos, más largos que los catorce o quince kilómetros que mide el Estrecho. Después, lo hicimos con la clarividencia de los poetas, es decir, descubriendo que un puente entre Europa y África sería algo más que un abrazo entre dos orillas, mucho más que un beso o una puerta, algo que tiene que ver con el tiempo y la época en que estamos, con la revelación del ahora, con estar todos en todos los sitios, con todos los presentes.