El presagio de la abolición
¿Dónde hallará su límite la nueva aristocracia nacionalista en su enfermiza cruzada identitaria?
Actualizado: GuardarLa abolición de las corridas de toros en Cataluña puede ser un desatino, un atropello a la libertad individual, un desprecio a la cultura común compartida, pero por encima de todo es un síntoma. Si la nueva aristocracia nacionalista ha sido capaz de abducir a un cordobés de nacimiento como Montilla para abrir el camino de la prohibición. Si los señores de la guerra identitaria se han permitido un gesto de provocación como proscribir de su territorio una fiesta y un rito sin el que no se puede entender la historia de España desde 1650. Si menosprecian desde su escaño la simbología del legendario «uro», el eros y el tanatos del alma ibérica o, según José Bergamín, «ese raro, misterioso espectáculo español bárbaro y cruel cuya extraña belleza traspasa esa crueldad». Si después de serrar las patas del toro metálico de Osborne en algunos altozanos de la meseta no han tenido empacho en borrar la memoria de los trazos taurinos de Goya, Picasso y Miró, ¿dónde hallarán el límite en su enfermiza cruzada de disolución identitaria?
El pueblo llano tardó siglos en desbancar a la nobleza feudal de su despotismo económico y hegemonía social. Hasta finales del siglo XVIII el pueblo no ocupó su lugar en la lidia y en los tendidos cuando los de 'a caballo' cedieron el lugar a los de 'a pie'. Pero la nueva aristocracia nacionalista catalana omnipotente, desafiante, altiva, soberbia, ha puesto en marcha el reloj del tiempo a contrapelo de la historia. Ni siquiera los Papas del Renacimiento llegaron tan lejos porque el mismo Pío V que en 1567 emitió la Bula de Salutis Gregis Domicini prohibiendo «las luchas con toros y otras fieras en espectáculos públicos y privados» esgrimió razones humanistas para preservar la integridad física de los lidiadores, no el animalismo sobrevenido y cínico de diputados carnívoros aficionados a la butifarra.
Un poco de sosiego hubiera permitido a estos señores de la guerra identitaria evaluar si merece la pena la humillación y el ultraje a tantos aficionados o indiferentes al espectáculo taurino pero vinculados por las emociones plásticas, históricas y culturales a la lidia.
Recuerdo a dos grandes amigos periodistas especializados en la crónica de toros, Joaquín Vidal y Paco Apaolaza y siempre he pensado, paradójicamente, que su amor por la pureza de la fiesta, su exigente e insobornable pasión por la verdad del toreo habrían hecho más por el ocaso de un espectáculo cada vez más industrializado y comercial que todos los prohibicionistas juntos. Apaolaza y Vidal clamaban por el torero cargando la suerte y el toro íntegro en la arena. Pero también habrían denunciado la hipocresía de los que dan la puntilla a la fiesta y se solazan con toros embolados y ensogados víctimas de topetazos de borrachos, despeñados con arena en los ojos por el adoquín de otras plazas.