TOROS BRAVOS

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He visto que muchos de los comentaristas que se lanzaban a opinar sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña, comenzaban diciendo: no soy taurino. Como si así se demostrara que su opinión no se dejaba ensuciar por la afición a la fiesta, que para los abolicionistas es una auténtica enfermedad. Yo comenzaré diciendo que no sé si soy taurino: a veces he visto auténticas masacres en plazas de toros, y otras veces, pocas, raras, he conseguido emocionarme, pero nunca he olvidado que si no fuera por el espectáculo, una raza animal como la del toro de lidia, ni siquiera existiría. Eso parece fuera de toda discusión, y he llegado a oír a algunos abolicionistas decir que ese detalle no pesa a la hora de valorar el hecho de que una multitud se divierte con la tortura de una criatura viva: es decir, el mal superior, la posibilidad de que una raza animal se extinga, pesa menos que el mal circunstancial, es decir, las circunstancias que justifican la existencia de esa raza. Porque a qué engañarnos, sin la fiesta, esa raza no recibiría los cuidados exquisitos que recibe, sus individuos, si puede hablarse así, no llevarían la vida de reyes que llevan. Entiendo que esa argumentación no convenza a quienes creen que el dolor que se les inflige, la humillación de la tortura y la muerte, es tan inaceptable, que da igual si para evitarlo hay que cargarse a la raza entera, o seleccionar sólo a unos cuantos ejemplares para que vayan a parar a los zoos. Así expresado es de una insensatez inmejorable. Pero es que eso es precisamente lo que ha echado a andar con la prohibición de las corridas en Cataluña. Lo del dolor y la tortura del animal que hiere tantas sensibilidades es fácilmente trasladable a otros casos, que espero que sean abolidos igualmente en Cataluña: espero que haya manifestaciones de protestas delante de algunos afamados restaurantes -pues la gastronomía como la tauromaquia también es un espectáculo artístico, y por lo tanto innecesario- donde las sabrosas langostas se cuecen vivas. Se puede argumentar que al menos no es un espectáculo público, se tortura a la langosta pero sólo para que satisfaga a un cliente, y en cualquier caso se hace en privado. Pero ello también llevaría a este excelente absurdo: se podrían permitir las corridas de toros a las que no asistiera el público, donde las faenas del torero se producirían para satisfacción de un solo cliente, que después tendría que comerse el toro. Hay muchos casos de tortura animal justificada por el bien de la gastronomía. Pero se ve que la gastronomía es un arte más refinado y aceptado que la tauromaquia, porque comer, comemos todos, aunque el ímpetu abolicionista pueda llevar a que en unas décadas no podamos comer más que lechugas y tomates. De las matanzas de cerdos ni hablamos: una vez asistí a una y creo que todavía no me he sobrepuesto a aquel corte en la yugular que lo vació de sangre durante un tiempo que me pareció interminable. Por supuesto que en todo este debate sobre los toros, si hay un argumento inaceptable para los abolicionistas, es precisamente el estético. ¿Cómo hacerle entender a alguien que una corrida de toros puede encerrar momentos de gran misterio y altura artística? Me parece de todo punto equivocado sacar a colación los grandes nombres de la literatura y la pintura, para demostrar lo que la tauromaquia le ha dado a la cultura, no sólo española. Es fácil decir que la guerra también ha regalado momentos inevitables al cine, la literatura y la pintura, y no por ello estamos a favor de la guerra: sencillamente la literatura y la pintura nacen allí donde pasa algo llamativo, imponente, sobrecogedor, y por eso es natural que los toros hayan sido una fuente de inspiración. Y sin embargo, una vez puesta en liza la lógica esencial que pregunta ¿qué prefieres que se acabe la fiesta que da sentido a una raza animal que de otro modo no existiría o que se acabe una raza animal sin la que la fiesta sería imposible?, sólo la cuestión estética ofrece argumentos de peso para defender la tauromaquia, aunque eso le parezca pornográfico a quienes están en contra de la fiesta y tan en contra están que les da igual saber que si se extendiera la prohibición, moriría algo más que la fiesta: moriría la raza animal que le da sentido, un prodigio de belleza e ingeniería de siglos, cuyas dehesas pronto se venderían para que se construyeran nuevos campos de golf. El último aspecto, el ideológico, el que relaciona el afán de prohibición con el ímpetu nacionalista, me parece el menos interesante de todos, ni siquiera me parece convincente. Creo que no hay que ser un españolista acérrimo para entender que hay belleza, auténtica belleza, un misterio indescifrable, un enigma, en la fiesta de los toros -aunque no creo que haya ninguna belleza en el cocimiento de las langostas al que le sacan tanto partido nuestros vanguardistas cocineros, pero esto puede que se deba al lamentable hecho de que soy alérgico al marisco-.