Cartas

Al hombre que caminaba hacia atrás

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De buena mañana, paseando rápido por la orilla del río, un hombre se me acercaba por delante marcha atrás, con los brazos en cruz de forma intermitente. Mi cabeza empezó a hacer conjeturas para encontrar una explicación al fenómeno. Será un calvatrueno, un loco. Será un borracho que no ha terminado la noche. Estará fumado, drogado. Se querrá matar. Un sinfín de calandrajos hasta que llegué a su altura y nos cruzamos. Pues no. Era un chino de la China, sano sanote, de edad madura, mirando al infinito de frente, pero marcha atrás; y que de un hachazo me hizo comprender lo mal que funciona un cerebro lleno de prejuicios e ignorante; simplemente, realizaba un ejercicio que la sabiduría china aconseja para que el cuerpo y el alma se equilibren en el caminar por la vida.

Y me vino a la mente, como un acto reflejo, José Saramago. Las explicaciones que me di a mí mismo para este acto reflejo fueron que, efectivamente, Saramago era un poeta que escribía hacia atrás con la mirada fija adelante. Se metió en la vida de Jesucristo, de los ciegos, de su pobre y analfabeto mundo infantil y descubrió que su abuelo, que no sabía leer ni escribir, era el hombre más sabio que había conocido; que Jesucristo fue de carne y hueso, quebradizo y frágil. Descubrimientos que encabritan al Vaticano más rancio y a los sabihondos de oropel y foto.

Y eso a mí me encanta, José. Durante todo el trayecto de mi paseo pensé en ti como si no hubieras muerto, me acordé de tus libros, y cuando llegué a casa y tuve tiempo volví a leerlos despacio, porque la cantidad de ideas que siembras en una página marean y suponen un libro entero. Siempre me quedaré con aquella respuesta que diste a un periodista: «Me han dado el Premio Nobel, ¿y qué?». Caminar marcha atrás sin caerse no es de locos, es de sabios. Deberíamos aprender. Lo intenté y me gustó. Lo amplié a caminar cabeza abajo.