Trinidad fue Cádiz
Actualizado: GuardarHabía llegado a media mañana a una ciudad mítica en la memoria: Nuestra Señora de la Trinidad de Cuba, o Trinidad a secas. Desde la colina a donde conduce la carretera de Sancti Spíritu, junto a una iglesia colonial en ruinas, la ciudad desciende suavemente hacia la bahía. La mayoría del caserío son edificios coloniales de una sola planta, con teja árabe a dos aguas, pintados de colores cálidos. Los niños y las abuelas se refugian del calor pegajoso y húmedo del mediodía, junto a los cierros de las enormes ventanas donde la escasa brisa corre entre las calles y los patios.
En la línea de horizonte sobresalen las torres de una iglesia y dos torres miradores. Casi sin querer desciendo la colina buscándolas y alcanzo a ver un edificio neoclásico con torre mirador y un cañón adosado a la esquina. La casapuerta, enorme y luminosa, da paso a un patio de columnas pintado de albero y blanco, con un pozo. Un viejo piano desvencijado duerme el sueño de tiempos de muselina y caoba. Un gran salón de baile, con las paredes y el techo decorados con filigranas, espejos y muebles de época, recibe al visitante acogiéndole en su frescura de altísimos techos y hermosos ventanales. La torre mirador impone su presencia en el patio. Decorada con frescos y motivos florales, desde el primer cuerpo se accede a la terraza, a cuyos pies la ciudad se ofrece como al Diablo Cojuelo, a la mirada indiscreta sobre patios y jardines interiores.
Y al fondo, el mar, la bahía y el mar por donde llegó todo, por donde comenzó este mundo que hoy se ofrece como un regalo al caminante. Si no hubiera sentido un escalofrío al ver desde la torre ese mar por donde Cádiz se hizo universal, no sería humano. Allí había una casa palacio que podría estar en Sacramento o en Novena, la misma elegancia, las mismas texturas y sabor.
El aire cargado de humedad acabó en una tormenta de truenos y una lluvia cálida que no se rehúye porque refresca. Buscamos un Paladar en una de esas acogedoras aunque humildes casas coloniales y media hora más tarde, la abuela de la casa nos ofreció cambiar la fotonovela que estaba viendo con su parentela y vecinas por el partido de la final. Así degusté el arroz con camarones entre truenos y chaparrones que huelen a tierra mojada y niños jugando a las muñecas en el cierro o a la peonza en la calle, mientras los vecinos, negros prietos o blancos inmaculados, pasaban por la reja o se asomaban para darnos ánimo, convertidos en embajadores de La Roja. Y luego fue el delirio: Trinidad era Cádiz, con más negritos dando vivas a España y menos torres miradores, pero Cádiz al fin.