Opinion

Elogio de los árboles

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Los árboles son seres a los que se ama con facilidad. Están ahí siempre, pacíficos y generosos, ofreciéndonos la sombra, la belleza de la floración, el alimento de su fruto. Y una vez caídos, su prodigalidad nos da la leña con la que alimentar nuestro fuego. Vivos y muertos, son generosos. He plantado pocos árboles, pero he amado muchos, y en mi memoria existe algo así como un bosque caprichoso formado por los que me han acompañado y me acompañan.

En un imponente pino del Tiro de Pichón, en El Puerto de Santa María, colgué muchos domingos el columpio de soga que hizo amenas las horas robadas a la siesta. Un eucalipto del parque González Hontoria aún recuerda las palabras torpes de mi primer amor. Una higuera de la parcela que tuvo mi padre me ofreció las brevas más dulces y tibias. La palmera altísima de La Constancia, junto a la Plaza de Toros, me enseñó el vértigo al levantar los ojos para mirar su copa entre las nubes. El ficus junto al Hospital de Mora, en Cádiz, cobijaba los encuentros de un puñado de estudiantes que jugábamos seriamente a hacer poesía. Recuerdo un granado, a contraluz contra el ocaso, cerca del que pasaba cada tarde del año agridulce que viví en El Pellizco. Los cerezos en flor del Jerte quedaron grabados, blanca maravilla, en un mes de abril único. Un humilde naranjo amargo flanquea la puerta de mi casa: me regala primaveras de azahar y abejas, e inviernos de rotundos frutos para aliñar aceitunas y alegrar guisos de coliflor.

Por todos esos árboles que amo, y por los que ustedes hayan podido recordar al leer este artículo, hago votos para que este verano ningún miserable desagradecido se atreva, por pura maldad o llevado por oscuros intereses económicos, a prenderle fuego a ningún bosque.