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La fronda del disgusto

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Muy cerca de nuestro despacho de Milán, en la Vía Melchiorre Gioia, casi esquina con el Viale Lunigiana, había una portentosa floristería. Todos los sábados, acompañaba a Zvi a comprarle flores a Carmela, en un paseo ceremonial, polemista y peripatético, durante el que poníamos orden a las peripecias de la semana, catalogándolas según su grado de gusto o de disgusto ocasionado. Ese ejercicio de compendiar en un corolario todo lo bueno y lo malo, para ingerirlo y digerirlo como un condumio emulsionado, se fundamenta en el concepto judío de la resiliación, antípoda de la resignación, pues no la ilustra el acatamiento obediente, sino el equilibrio de las compensaciones. Zvi, como buen judío de Riga, no daba crédito a la resignación, según él, por ser indigesta e insípida, bondadosa y poco reflexiva. Era un malabarista de la optimización. La primera vez que intentaba explicarme esta teoría táctica y estratégica existencial, enzarzados como estábamos siempre en analizar los encuentros y desencuentros del judaísmo con el cristianismo, me llevó a conocer a Florian Ruspoli, el florista de la esquina, presentándomelo como modelo de resiliación. Nacido ciego, privado pues del conocimiento de los colores, Florian, me enseñó la gran floristería con un portentoso preciosismo botánico, con todo lujo de matices cromáticos y morfológicos. Zvi, me dijo que era ciego después de haberme enseñado la tienda y haber confeccionado el ramo sabatino de Carmela, con la habilidad y el talento plástico de Luca della Robbia. Sus ojos ambarinos y vivaces no delataban esa cruel discapacidad, así como no podía pensarse que pudiera desenvolverse con tanta presteza y desenvoltura entre decenas de esbeltos recipientes de zinc, sin llegar ni a rozarlos, privado de la visión.

Desvelado el resultado del ejercicio práctico, Florian, entre carcajadas, me explicaba que él había llegado a ser el más reconocido florista de Milán, de la Lombardía incluso, justo por ser ciego. Por ser neutral. Por haber desarrollado un sinfín de habilidades no cognitivas suplentes de un solo don natural: el de la visión. Así, su tacto, su olfato, su fantasía creadora, su ánimo alejado sideralmente del mal entendido como condena, le permitían, entender idiomas remotos, mensajes latentes de la naturaleza, desde el portento de la adivinación entendida como divinización. Él se había convertido en un compendio entre la negación y la afirmación, asumida como resultado sumatorio, que, por elección propia, había multiplicado los atributos latentes en la espiritualidad, para compensar aquella merma fisiológica. Había conseguido convertir la oscuridad en esplendor, en un magno ejercicio de metafísica aplicada y alegre. Perdidos entre la fronda del disgusto, pocas luces nos quedan para percibir la fragancia del amor y su gusto, un sustantivo don, un hermoso atributo universal milagroso.