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La isla de los olivos

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Me lo recordó el escritor Manuel Francisco Reina, hace unas noches, ante una copa de vino en el Terraza. En el antiguo Gadir, la ciudad de los muertos, se encontraba en un islote al que llamaban Kotinussa, esto es, isla de los acebuches o de los olivos silvestres, a no mucho de la desembocadura del Guadalete, que como Rafael Alberti y Antonio Muñoz Molina nos avisaron significaba «río del olvido».

La ciudad de Cádiz debe seguir muerta si permitimos que se nos mustie definitivamente el último hijo de aquellos olivos milenarios, un ejemplar que probablemente creció en el siglo XVIII y que agoniza lentamente en el antiguo huerto del deshabitado convento de Santa María. Su copa se asoma, pidiéndonos auxilio como un náufrago que luchara por su vida, asomando su tronco enfermo por la tapia de la calle Mirador. Pero nadie atiende su SOS.

En mayo, el área municipal de Medio Ambiente intentó comprobar sus constantes vitales pero la Congregación se negó a permitir la entrada de los técnicos. Quizá porque la Junta se comprometió hace varios años a rehabilitar el edificio y dicho proyecto duerme el sueño de los justos: en el lote, se incluía un balón de oxígeno para ese humilde superviviente del siglo de esplendor urbano de Cádiz.

Cádiz no es el Mato-Grosso ni la Amazonía, no está para perder árboles. Y ya murió hace meses el célebre Drago de las Puertas de Tierra, como también lamenta la ecologista Pura González de la Blanca, fundadora de Agaden y que a pesar de los años transcurridos no termina de acostumbrarse a que sus paisanos sigan sin pensar demasiado en verde. Será, pudiese, que nos estemos volviendo vegetales.

Claro que la voz de alarma, en este caso, vino de la ciudadanía, de la web Gente de Cádiz, del historiador Juan Antonio Fierro y de un vecino del barrio, Miguel Ángel Castellano. Se trata de un árbol con papeles: de hecho, Fierro especula con que la poetisa Sor María Gertrudis de Hore y Ley pudo verse inspirada por su sombra. Y alerta que en la maqueta para la rehabilitación del conjunto figura una edificación de nueva planta justo en el lugar donde hoy sus ramas humildes nos piden auxilio.

Nada es eterno, claro. Y si Cádiz no tiene ya siquiera una necrópolis junto a su isla cuando la laguna Estigia es una autovía hasta Chiclana, tampoco debemos alarmarnos porque un árbol pueda ser trasplantado a otro lugar, siempre y cuando pueda ingresar en la UCI más próxima y salvar su vida. El problema es que, a este paso, el río del olvido seremos nosotros. No nos extrañe que entonces cualquiera pueda darnos por muertos. De hecho, muy a menudo lo parecemos.