Carroñeros
ESCRITOR Actualizado: GuardarEl más claro síntoma del enfermizo estado en que se encuentra el sistema económico internacional es que los ciudadanos de a pie nos tengamos que preocupar por la salud de ese monstruo cuyo solo nombre ya impone: macroeconomía. Obligados a vivir con los números pequeños de nuestra intendencia doméstica, nos estremecíamos cada vez que escuchábamos o leíamos sobre la debilidad de los cimientos sobre los que se asienta el edificio financiero a escala mundial. Inquietud transformada ahora en zozobra cuando comprobamos cómo el Gobierno de nuestra nación, aguijoneado por las autoridades europeas, ya se encarga de apretar el cinturón de las nóminas a quienes manejan la maquinaria del Estado y a aquellos otros que en su gran mayoría a duras penas sobreviven con pensiones de miseria.
Uno podría llegar a asumir con resignación el sacrificio patriótico que tales ajustes suponen, uno podría incluso llegar a compartir las razones de Estado de un Gobierno que, en su desesperado intento de sacarnos del pozo en el que nos encontramos, se aboca con tales medidas a la huelga general y a un presumible adelanto de elecciones. Pero difícil es tal resignación si se intuye que tales sacrificios van a resultar estériles. Como tratar con Vicks Vaporub a un enfermo aquejado de enfisema pulmonar.
A estas alturas, si una cosa resulta evidente es que las líneas de actuación política de los países que conforman esto que hemos dado en llamar Primer Mundo están trazadas según los imperativos del mercado. Y salta a la vista que este modelo de sociedad basado en las liberales reglas del comercio, al tiempo que se muestra capaz de traernos prosperidad y bienestar, también resulta muy goloso para todos aquellos que se alimentan de la abundante carroña que genera.
Todos los sistemas biológicos cuentan con eficientes mecanismos para la eliminación de su propio detritus. Desde la célula macrófaga hasta la hiena existe una larga y variada serie de organismos cuya función consiste en alimentarse de esos desechos que de otra manera acabarían colapsando el delicado engranaje de la vida. Su función no es sólo buena sino impagable. Sin embargo, el peligro aparece cuando la propia cadena trófica ofrece al insaciable carroñero la oportunidad de evolucionar a predador. Y en esas estamos.
Asistimos al espectáculo del inmisericorde ataque de estos predadores financieros de última generación a los miembros más desprotegidos de la manada cuando estos todavía no están próximos a la muerte. Ahí tenemos el ejemplo griego. De ahí el terror de la Unión Europea en general y de nuestro Gobierno en particular a que el festín se continúe propagando y seamos nosotros la siguiente víctima. Las grandes autoridades financieras estiman que mientras no muestren los signos de flaqueza de un sistema bancario enfermo o un excesivo endeudamiento público, las economías nacionales no llamarán la atención de esta nueva estirpe de carniceros. Pero esto no impedirá que anden merodeando a la espera de la mínima ocasión para desencadenar el brutal ataque.
La sangre es el fluido de la vida. El dinero es la sangre del sistema económico. El gran problema es que los responsables de la maquinaria política, espoleados por el derrumbe del muro comunista o por el hecho de haberse criado con la leche de tales ubres, han dejado alegremente los mecanismos de generación y acumulación de los flujos de capital en las codiciosas manos de los comerciantes, convencidos de que eso era la panacea de todos nuestros males. La experiencia nos está mostrando lo afilados que pueden llegar a ser los colmillos de la avaricia.
Los dueños de las grandes reservas de capital, con la facilidad que supone empujar todos hacia el mismo lado cuando son unos pocos los que se reparten casi todo, pueden regular el volumen del tráfico monetario al dictado de sus intereses y, así, sólo por citar algunos casos conocidos, están en cualquier momento en disposición de desencadenar fructíferos terremotos bursátiles, elevar de manera artificial pero muy rentable el precio del petróleo o provocar la asfixia de tal o cual país soberano. ¿En verdad podemos llegar a imaginarnos el precio al que se ven obligados a desprenderse de sus bienes tantos millones de pequeños propietarios y medianas empresas cuando se encuentran literalmente con el agua al cuello?
Son estos ejércitos invisibles los que siembran ahora el terror de los Estados que se sienten expuestos a sus devastadoras invasiones. La solución sería contar con mecanismos de control y defensa frente a estos carniceros monetarios que actúan desde la feliz impunidad de sus búnkeres mafiosos o de sus paraísos fiscales. Pero en la actualidad no parece que ni siquiera los más poderosos gobiernos de la Tierra estén en condiciones de sujetar a los monstruos que ellos mismos han alimentado, y que se han convertido en los verdaderos administradores del oxígeno que respiramos. ¿Se arriesgaría el partido en el poder a perder éste si no notara muy próximo el aliento de la bestia?