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Los bancos parecían no sólo entidades filantrópicas, sino incluso paternales

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Se acabó la fiesta. Todas las fiestas se acaban, claro está, lo que no impide que todo final de fiesta provoque melancolías más o menos inconcretas. En España, la fiesta de la prosperidad duró lo suficiente como para que nos acostumbrásemos a la vida fácil, de igual modo que ahora tendremos que ir acostumbrándonos a la vida difícil, porque se ve que esto va como los péndulos. Se acabó la fiesta, ya digo, y ahora vienen las melancolías y las nostalgias. Nostalgias, por ejemplo, de aquellos tiempos irrepetibles en que los bancos te enviaban cheques que podías hacer efectivos al instante, sin necesidad de avales ni de avalistas, e incluso te proporcionaban sugerencias para gastar el importe: la primera comunión de tu hijo, el crucero que siempre quisiste hacer, la reforma de la cocina. Porque en aquel entonces los bancos parecían no sólo entidades filantrópicas, sino incluso paternales: te ofrecían dinero sin tú pedírselo, y llegabas a pensar que en los consejos de administración de los bancos se habían infiltrado los de Cáritas, los de Intermon y los sobrinos nietos de la madre Teresa de Calcuta, porque aquello era un conceder descompasado, y la imaginación -en su inocencia- te susurraba que los bancos tenían tantísimo dinero que no les cabía en la caja fuerte, de modo que no les quedaba más remedio que echar fuera el excedente cuanto antes, y a espuertas: allá va. Nostalgias de aquellos tiempos, cómo no, en que los aristócratas y los terratenientes recibían subvenciones para cultivar sus latifundios o para dejarlos en barbecho, porque había subvenciones para ambas modalidades. Nostalgias de aquellos tiempos en que cualquier vicedelegado, subdelegado o infradelegado tenía un coche oficial a la puerta de su casa para llevarlo a cumplir sus misiones peligrosas. Nostalgias de aquella época en que un 'lehendakari' podía alquilar un avión privado con cargo al presupuesto para dar una conferencia en Irlanda, porque se ve que allí no pueden vivir sin eso. Nostalgias de aquella edad de oro de ley en que, después de cualquier acto institucional, llegaban las gambas y la caña de lomo, el jamón y el tinto de reserva, porque habíamos llegado a tal extremo de prosperidad que cualquier cosa parecía una boda. Nostalgias de aquellas bodas imperiales que se financiaban con los préstamos personales que regalaban los bancos. Nostalgias de aquellas primeras comuniones que parecían bodas imperiales. Nostalgias. De ser nuevos ricos, hemos pasado a convertirnos en nuevos pobres. Y cada cosa tiene sus ventajas y sus inconvenientes: ser un nuevo rico es una catetada, pero ser un nuevo pobre es una putada, sobre todo si ya ha pasado uno por la experiencia inenarrable de ser un nuevo rico. Se acabó la fiesta, en fin, y hemos vuelto a la realidad. Y ante la realidad, cuando viene cruda, no se fantasea: se sobrevive. Y en eso estamos.