Quelite
Actualizado: GuardarDe entre los frutos de la botánica, corresponde al humilde quelite la honra sublime de dar testimonio de la sencillez. Mentira parece que una planta silvestre, que con altiva rebeldía se allana a la domesticación, sea tan sabrosa, suave y alimenticia. Configurada en pequeños racimos de tallo blanco con visos violáceos y hoja amplia y finísima, perfecciona, supera, gracias a América, los dones de la monástica espinaca. Toma el nombre de «quílitil» del náhualt, lengua amerindia cuya fonética remeda al chasquido gutural de la honda, que incluye bajo esa catalogación a otras muchas plantas de follaje comestible y curativo. El más gastronómico de los varios quelites, se cultiva en Sinaloa, México, y se consume salteado con adusto primor, acompañado a veces por la modesta yuca. Sumida nuestra existencia en el devaneo narcisista, en su facción materialista, huye de toda atracción por lo sencillo, pues este don sublime no triunfa en el mercado de los oropeles. El que se nos valore por lo que poseemos, en vez de por lo que somos, nos impulsa a preferir la apariencia suntuaria, efectista, superficial y efímera, buscando un refugio, un abrigo, que palie los riesgos de la navegación a bordo de la liviana patera de la vida esencial. No existe mejor aparejo para marear, mejor maniobra, ni más marinero esquife, que el conocimiento. Más aún; que las ansias por conocer. Vivir, devenir, en constante estado de reflexión, de indagación, de estudio, de esfuerzo y disciplina, destierra toda tentación a recurrir al exorno de la quincalla, de los perifollos, como suprema redención y notoria victoria. Propendemos a convertirnos en necios engalanados, acicalados, como esperpentos. La pavorosa pérdida de capacidad de expresión coherente, verbal o escrita; la ineptitud para discurrir por el flujo de la dialógica con desenvoltura, de utilizar por ello la interlocución sustanciosa como herramienta de comunicación elocuente, niega la germinación de nuestra consustancial capacidad para amar, nuestra propensión saludable al enamoramiento y, más aún, a la imprescindible necesidad de profesar el amor, alejándonos de la vida sustancial imperecedera, que basa su durabilidad en amar al amor y el amar ser amado, con la candorosa sencillez nutritiva de los inocentes follajes. Bien conoce la mística, desde San Juan de la Cruz, Eckhart, Willigis Jäger, hasta el sufismo o el zen, la importancia salvífica que tiene el vivir sumergido en el silencio, en el vacío analítico de la esencia divina de lo humano, en la elocuencia de las pequeñas cosas y de los grandes gestos inmateriales, lo que explica que muchos consideren necio a aquel que prefiere comer quelite en vez de consumir costosos alimentos que lo acrediten como triunfador.