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Una buena formación

La evidente disminución del rendimiento de la Universidad hace indispensable aclarar sus objetivos

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Se acercan las fechas en que los estudiantes se enfrentan a la elección de una facultad y las universidades compiten por atraer al mayor número de inscritos. ¿Qué esperan encontrar unos? ¿Qué ofrecen las otras? En otros tiempos se decía que los estudiantes buscan una buena formación, y por buena formación se entendía dominar una materia específica, conocer una parte del mundo. Con ese capital bajo el brazo las personas instruidas se presentaban en sociedad. El saber abría puertas, garantizaba un futuro. Es obvio que esto no se cumplía siempre, pero nadie ponía en duda de que es así como debían ser las cosas.

Si algo ha cambiado en los últimos años en el mundo universitario es esta manera de pensar. La formación ya no es eso, ya no tiene nada que ver con el saber. La propia Universidad ha interiorizado el cambio aunque, unas veces por pudor y otras por cobardía, no se atreva a reconocerlo. Ahora las universidades (dicen que) les enseñan a los estudiantes a mostrar sus habilidades comunicativas, les venden herramientas para presentar ideas, organización del trabajo personal y en equipo, inteligencia emocional, creatividad, asertividad y liderazgo. Obsérvese que ninguna de estas cualidades tiene nada que ver con saber derecho matemáticas, historia o ingeniería. El mensaje es que eso da igual, porque en la vida real hay cosas que valen más que el saber.

¿Es bueno o malo este cambio? ¿Qué modelo es más justo? Las dos estrategias educativas pueden tener efectos redistributivos o, al revés, pueden convertirse en factor de exclusión social. La democratización del conocimiento, en una sociedad menos competitiva y más meritocrática, favorece el acceso de todos a un bien, la cultura, que es indispensable en una sociedad libre. Al contrario, apostar por las habilidades y la competitividad en el acceso al trabajo puede servir para equilibrar las diferencias de nacimiento, la desigual distribución inicial de las oportunidades. Lo curioso del caso es que los dos argumentos pueden ser vueltos del revés. La democratización del saber es compatible con una privatización de los recursos competitivos: ustedes, los pobres, dedíquense a la cultura libresca mientras nosotros, los de siempre, nos repartimos el pastel. Y el fomento de las habilidades instrumentales es compatible con una mirada elitista sobre el destino de quienes se ven obligados a competir por recursos escasos: dejemos que los pobres sean ignorantes, mientras se pelean en el mercado laboral, porque para pensar ya estamos aquí nosotros, los intelectuales. Ustedes verán qué modelo les gusta más o les disgusta menos. Lo único que no vale es querer las dos cosas a la vez. Sin claridad de ideas, el fracaso está asegurado.