Ahmadineyad gesticula durante la apertura del Día de Irán en la Exposición Universal de Shanghai. :: AFP
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Ahmadineyad aísla su feudo iraní

En el primer aniversario de su polémica reelección presidencial, el líder persa recibe más sanciones por su plan nuclear y sufre mayor contestación interna

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«El tema nuclear es un tema cerrado». El 14 de junio de 2009, dos días después de clausurarse las urnas, un exultante Mahmud Ahmadineyad celebraba ante sus seguidores el triunfo en las elecciones generales en el centro de Teherán y aprovechaba para responder a la oferta de diálogo lanzada por Barack Obama asegurando que desde el lado iraní no había nada que hablar ya que «la energía nuclear es nuestro derecho». A pocos metros de la plaza de Valiasr, la recién nacida 'ola verde', formada por los diferentes grupos de la oposición, pedía la repetición de un «proceso manipulado». Un año después, Teherán presenta la misma imagen de ciudad militarizada para evitar disturbios y la carrera política de Ahmadineyad a nivel doméstico ofrece tantas lagunas como un programa atómico que esta semana ha recibido la cuarta ronda de sanciones. El mundo lleva seis años pidiendo a Irán que deje de enriquecer uranio, pero no escucha. Un sector importante de la sociedad pide reformas, apertura y tolerancia, pero tampoco le escuchan.

La cúpula del régimen islámico está dividida y su sector más duro mantiene las riendas del poder por la fuerza que le otorgan la Guardia Revolucionaria y los voluntarios de las milicias islámicas del Basij. Su aislamiento es comparable al que sufre el país en una arena internacional en la que socios como Rusia o China le han dado la espalda en la reciente votación del Consejo de Seguridad. Pero la soledad no parece importar a un dirigente ultraconservador cuya respuesta a la comunidad internacional ya está sobre la mesa: «Vamos a enriquecer uranio al 20%», el porcentaje necesario para alimentar el reactor de investigación de Teherán.

Los líderes 'verdes' -antiguos pesos pesados de la escena política como el ex primer ministro Mir Husein Musavi, el ex líder del Parlamento Mehdi Kerrubi o el ex presidente Mohamed Jatamí- han pedido a los suyos que no se echen a las calles en el primer aniversario de lo que definen como «un golpe de Estado» del sector fundamentalista del régimen. Lo hacen para evitar un nuevo baño de sangre como los que se han repetido en protestas como el 18 de Tir (conmemoración de las revueltas estudiantiles), el Día de Al Quds (Jerusalén), el aniversario de la toma de la Embajada de Estados Unidos o la celebración religiosa de Ashura.

Cada festividad del calendario de la república era un pretexto para echarse a las calles, unas movilizaciones que se han saldado con más de cien muertos, siete personas ejecutadas, dieciséis a la espera de la pena capital y miles de detenidos y exiliados. Del inocente «¿dónde está mi voto?» se pasó de forma progresiva a los ataques directos contra la cúpula del régimen, primero al «dictador» Ahmadineyad y después al líder supremo, Alí Jamenéi. A las diferencias políticas se le suma ahora el descontento social por la grave situación que afronta un país donde la economía está cada vez más intervenida por el aparato estatal.

Mazazo

El cambio en la Casa Blanca no ha afectado a Irán. Ni el discurso conciliador del Año Nuevo persa, ni la oferta de mano tendida del presidente Obama han podido con treinta años de desencuentro. Las declaraciones de buenas intenciones por parte persa quedaron dilapidadas por el descubrimiento de una instalación nuclear secreta en Qom en septiembre. Todo un mazazo para el proceso de diálogo en el que la comunidad internacional encontró un argumento más para seguir sospechando que Teherán persigue la fabricación de armamento atómico.

La distancia entre Irán y los miembros del llamado grupo del 5+1 (Estados Unidos, Rusia, China, Francia, Reino Unido y Alemania) ha ido creciendo al ritmo que el sistema islámico se dividía en mil pedazos. Las diferencias políticas han llegado al clero y una parte muy importante de los religiosos critican abiertamente a los actuales dirigentes; algunos se niegan incluso a conceder audiencias al presidente. Esta ruptura quedó patente en el funeral del gran ayatolá Montazeri el pasado diciembre. Lo que debía ser el adiós a uno de las más importantes personalidades del chiísmo se convirtió por momentos en una batalla campal debido al choque entre las fuerzas de seguridad y los seguidores de un clérigo que se había erigido en el máximo guía espiritual del reformismo en la república islámica.

El efecto entre el sector fundamentalista es justo el contrario. Cuanto mayor es el fervor popular contra el presidente, cuanto mayor son las sanciones, los rumores sobre posibles ataques de Israel a sus facilidades nucleares y el aislamiento internacional, mayor es el poder que se acumula en manos de las fuerzas paramilitares fieles al líder supremo en nombre de la «seguridad nacional». Fuerzas que en los últimos doce meses han salido del poder en la sombra que ocupaban durante el primer mandato de Ahmadineyad para ser la cara oficial del actual Irán.