UN DÍA EN SUDÁFRICA

Potchefstroom, al fin

Relato de la odisea que vivieron los periodistas desde el aterrizaje a las 9.17 hasta la llegada al hotel a las 17.15

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El viaje hacia el sueño del Mundial no pudo ser más plácido: nueve horas y media de suave vuelo nocturno, cruzando África de Norte a Sur. En sus sillones de primera clase, mullidos y espaciados, jugadores, técnicos y demás integrantes de la expedición oficial de 'La Roja' pudieron incluso dormir una media de seis horas, según el cálculo del doctor Óscar Celada. En el caso de los periodistas, la media fue muy inferior, aunque por supuesto nadie perdió el tiempo haciendo el cómputo. ¿Para qué? Y es que hay clases y clases. Y pocos lugares como un Airbus 340 de la compañía Iberia para visualizar unas diferencias que, exagerando un poco, recuerdan a las que se vivían a principios del siglo XX en los grandes trasatlánticos, con los ricos en sus salones de baile bebiendo champán francés y los pobres hacinados malamente en la bodega.

Pasadas las ocho de la mañana, mientras las azafatas trajinaban con los desayunos, el comandante Guillermo Gómez-Paratcha Fuppoli, tomó la palabra.

-«Estamos cruzando la frontera. Sudáfrica tiembla. Llega 'La Roja'. A por ellos»-, exclamó, con una pasión de forofo que, la verdad, no cuadraba del todo con un apellido tan largo.

Fue una buena manera de comenzar un día que iba a ser muy largo para la tropa periodística. El avión, con sus 175 pasajeros, 3.000 kilos de ropa deportiva y 20 jamones ibéricos -por citar sólo lo esencial-, aterrizó a las 9.17 minutos. Los integrantes de la selección no tardaron en poner pie en Sudáfrica. No les vimos hacerlo, porque desaparecieron rápido para tomar el pequeño avión privado que les llevaría a Potchefstroom, pero pudimos confirmarlo porque varios miembros del personal de tierra, alineados a unos metros de las escalerillas, se pusieron a tocar sus vuvuzelas, esos trompetones ensordecedores.

-«Ya están ahí», se oyó, lastimero, a un superviviente acústico de la pasada Copa Confederaciones.

Puede decirse que el primer día del Mundial 2010 comenzó a torcerse en la terminal de llegadas del aeropuerto de Johannesburgo, a ritmo de vuvuzela. Hubo que esperar más de una hora para que salieran todas las maletas y otra más para que aparecieran los autobuses de la prensa. En lugar de viajar directamente a Potchefstroom, una pequeña ciudad universitaria situada 130 kilómetros al sur de la capital sudafricana, se decidió acudir primero al mítico Ellis Park para formalizar las acreditaciones. Pese a la resonancia mundial del estadio en el que Piennar recibió de Mandela la Copa del Mundo, Israel, el chofer del autobús en el que viajaba este cronista, se hizo un lío con las direcciones y tomó un vial equivocado de la autopista. El tráfico era muy espeso y salir de ella costó una hora.

Había mucho temor a que nos dieran las campanadas en Ellis Park con el trámite de la acreditación, pero los voluntarios no pudieron estar más rápidos, resolutivos y eficientes. En realidad, el problema estaba en el autobús. De regreso a él, todo se torció definitivamente. En el fondo, quizá se tratara de un problema de comunicación, Israel hablaba en zulú con el chófer del otro autobús y no atendía o comprendía las explicaciones en inglés de Carmen, la guía, ni las del vigilante de seguridad adjudicado al autobús, un armario 'afrikaner' con cuello de hipopótamo que parecía salido de una melé de los 'springbooks'. El caso es que el conductor volvió a liarse y se metió directamente en la boca del lobo, en la antigua zona comercial de Johannesburgo, ocupada ahora por decenas de miles de habitantes de Soweto, que han tomado con sus bazares, puestos ambulantes y bullicio tribal lo que era el antiguo centro financiero de la ciudad. El único blanco a la vista -éstos han trasladado las sedes de sus empresas a la zona de Sandton- era el que se veía en el cartel de Kentucky Fried Chicken.

Se trataba de una zona peligrosa. Si alguien lo dudaba, dejó de hacerlo cuando Israel hizo la última de la suyas. Al cruzar bajo un puente, cerca de Claim Street, calculó mal la altura y no destrozó de milagro el techo del autobús. Rompió la claraboya delantera e hizo añicos la trasera, que cayó sobre varios pasajeros. Tras el frenazo en seco de rigor, el vigilante 'afrikaner' lanzó al chófer una mirada que los lectores de Tom Sharpe adjudicarían de inmediato al Konstabel Els y, mientras llamaba a la Policía para pedir escolta, le exigió a gritos que siguiese, que no podía detenerse allí bajo ningún concepto. Fueron unos instantes de tensión. Imperturbable, Israel no se detuvo, pero necesitó dos horas para salir de la ciudad por Jeppe Street antes de pillar una nueva cola, la que formaban los miles de hinchas que iban al Soccer City de Soweto, donde ayer se inauguró el Mundial. A las cinco y cuarto de la tarde, ocho horas después del aterrizaje, los periodistas llegamos a Potchefstroom sin más novedades.