GESTOS
Actualizado: GuardarA Robin Soderling se le marcha fuera su enésimo golpe desde la línea de fondo después de más de dos horas de final de Roland Garros y Rafa Nadal se tira al suelo sabedor de que ha conseguido su quinto título en la tierra batida de París. Parece más emocionado que nunca y cuando se sienta en su banquillo rompe a llorar desconsoladamente como un niño.
No son lágrimas de alegría, ni de rabia e impotencia, como le pasó a Roger Federer no hace mucho tiempo. Son lágrimas de tensión, de alivio, de horas y horas dándole vueltas a la cabeza analizando su vida, intentando ver la forma de retomar el camino que buscaba y del que, por cuestiones ajenas a su voluntad, se fue desviando. De luchar contra lo que le pedía su cuerpo, pero a la vez no se lo ofrecía por culpa de las lesiones. De darse cuenta con el proceso de separación de sus padres de que la vida no era tan maravillosa como pregonaba el difunto Andrés Montes.
Gestos como el que tuvo Nadal humanizan la figura de unos jóvenes que crecen idealizados por una sociedad que en la mayoría de los casos termina enguyéndoles a la misma velocidad con la que los encumbran.
Sentados en el sofá de casa todo se ve muy plácido. Todos soñamos con ser Nadal, Raúl, Pau Gasol o Fernando Alonso, pero la realidad es que nada, absolutamente nada, te da una garantía absoluta de felicidad.
Por eso Nadal ha entrado ahora en una fase en la que aprecia mucho más todo lo que ha conseguido. Por eso ya no le comenta a los periodistas que no se fija en las estadísticas y sí que alucina con sus números "alucinantes". Y más que lo estará dentro de unos años. Porque el panorama que se presenta en el circuito ATP no es muy alentador para el que disfruta con el buen tenis, pero sí para el mallorquín, que tiene una oportunidad única para coleccionar Grand Slam.