A veces nos pagan por esto
Actualizado: GuardarConocí a uno que trabajaba a cambio de que le permitiesen entrar en las casetas de feria. Otro, exigía a cambio unas monedas; y que le pagasen el almuerzo si tenía que desplazarse a otra ciudad con el equipo local: «Se come un bocadillo y santas pascuas», le denegaron. Pero él mantuvo un hálito de dignidad: «¿Puede ser de jamón?». Supe de quien le plantó cara a un corrupto, pero fueron más a quienes los corruptos partieron la cara. Rigurosos a pesar de su fama; y casi siempre mileuristas. Muchas de sus madres siguen creyendo, en realidad, que trabajan como pianistas de una güisquería. Pero en los tiempos que corren se parecen más a los agricultores de los invernaderos: mucho sudor, mucha sangre, muchas lágrimas pero menos papeles que un espalda mojada. Tampoco faltaron quienes se las apañaron para trincar dinero bajo cuerda de manos del apoderado de un torero, de un ayuntamiento o de un partido político. Sin embargo, la mayoría se las ventiló como pudo: estrecheces a fin de mes y menos horas en el reloj que las que debían echar en su empleo. Cuando en el colegio los hijos debían pintar a sus padres, a ellos les dibujaban en la cama, profundamente dormidos, llegados a las tantas cuando ellos estaban a punto de despertar y que acaso les contemplaban como los tumbaditos de Juan Carlos Onetti, los tíos encamados de José Manuel Caballero Bonald. De tarde en tarde, recibían amenazas: algún golpe en la oscuridad, una pistola medio oculta en la guantera de un mercedes en un solar perdido, o un simple y contundente despido. Nada que ver con los compañeros suyos de oficio que la palman en el mundo mundial por causas ajenas a su voluntad: setenta y uno durante el pasado año, me dicen aquellos que los han contado. Por no hablar de torturas, claro; de exilios, de topos metidos en un zulo como eternos girasoles ciegos; de perseguidos por gobiernos democráticos, por democracias sin gobierno o por tiranos sin democracia; de trabajadores protegidos por guardaespaldas que cada día miran hacia atrás sin ira pero con el espanto de encontrarse de tarde en tarde con una nueve milímetros parabellum.
He ahí los periodistas. Profesionales de la palabra, pero también amantes de la misma. En estos días, más de quinientos llegados de no importa dónde pasearán por Cádiz y por San Fernando, hablando de mordazas en la boca y de tijeras en los salarios. Pero convencidos de que este oficio no es un oficio sino, sobre todo, un derecho. Nos pagan por esto, proclamaba hace años Jorge Pérez Reverte. Pero sólo a veces; en la era de los eres, sólo a veces.