Optimismo peliagudo
Actualizado: GuardarMis amigos me regañan por el optimismo refractario del que hago gala. Tengo fama de enfrentarme con buena cara y mejor humor a los inconvenientes, y de mirar al futuro con una mezcla de esperanza e ilusión que a veces no tiene base real. Siempre digo que es cuestión de temperamento, que no me planteo actuar así, que «me sale» sin querer.
Pero en el momento socioeconómico y político en el que nos encontramos, confieso que el optimismo empieza a ser para mí un asunto de perseverancia y hasta de cabezonería. Los recortes que se avecinan, las bajadas salariales, los «ajustes» (por emplear ese eufemismo) y las restricciones de los que parece que nadie nos va a librar hacen difícil avistar el horizonte con confianza y sin perder la sonrisa. A nadie le gusta hacer sacrificios, menos aún si son tocantes al bolsillo, ese órgano delicado del hombre moderno. A mí tampoco. No tengo espíritu ascético ni soy de los que alaban la sobriedad y la frugalidad. El dinero no me parece invento del demonio ni rechazo los placeres que se compran con él. Así que me duele.
Con todo y con eso, ya les digo, insisto en el optimismo. Confío en que esta crisis al menos nos remueva (me remueva) la conciencia. Espero que el sacrificio exija más a los que más tienen, y que la solidaridad nos consuele de las pérdidas. Quiero pensar que quienes nos dirigen y quienes nos querrían dirigir no tienen tan pocas ideas como parece. Que la política volverá a ser un oficio noble y los políticos personas necesarias y útiles. Me empeño en creer en que todo cambio es positivo, en que dentro de unos meses miraremos hacia atrás con alivio y diremos que lo peor ya ha pasado y que no ha sido tan duro como nos temíamos. Quiero ser optimista. No tengo otra arma.