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La invisibilidad

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Sin que quedara un torrente de agua, color albero de la Maestranza, discurriendo encauzado por su cuenca, las comarcas del Congo, Zaire entonces, de Lumumbashi y Kashangani eran un gigantesco lodazal, una viscosa trampa que nos tenía atrapados, con lodo hasta las ingles, aplastados por la robusta noche y el diluvio ahogador. Con gestos de batracios, conseguimos, con harto penar ciego, afianzar el todoterreno a un bosquete, usando el cabrestante, evitando así, con esperanza épica, que lo arrastrara la iracunda torrentera. Con extenuante fatiga, Joao Martines, portugués broncíneo, reptó hasta un altozano, desde el que divisó las tenues luces de un poblado, al que llegamos tras una hora de calvario empapado y obtuso. Al remedo de plaza, salió a recibirnos, espantado, un blanco aquijotado y un anciano bakongo. El primero, misionero jesuita de Flandes, Van der Eerde llamado; el segundo, un patriarca. Portaban sendos «Petromax» machete en mano. Casi sin mediar palabras, distintas a las de unas jaculatorias exclamadas en kilongo, nos lavaron con agua de lluvia, acarreada con cántaros por varios porteadores desvelados por las preces de agradecimiento, invocado por el hecho de haber salido indemnes del diluvio. Los cuantiosos rasguños los consideramos irrisorios tributos. Anegada toda senda, nos habíamos perdido en la inmensa comarca de Katanga, jungla aguda, donde aún anidaban focos de afrocomunismo de Lumumba inextintos. Zona revolucionaria proscrita por Mobutu, miserable incompresiblemente desde los tiempos del nefasto rey Leopoldo. Un sopicaldo redentor de mandioca sofrita en aceite de palma, azote del paladar, nos recompuso el cuerpo y sosegó el alma, hasta creer que lucían las estrellas y se remansaba aquel torbellino de Zeus. El pobladito encaramado en un otero esmeralda, parecía, bajo las luces cítricas del albor, un claustro fantasmal. Ya con resuello, le pregunté al pater cómo podía ser que estaban vivos. Me dijo: «La naturaleza nos indulta porque somos invisibles». Esa invisibilidad parabólica que entonces evitara que aquel amasijo de corazones cálidos bakongo se salvara, evoca a un mal endémico contemporáneo por similitud. Nos hemos convertido en invisibles los unos para los otros. No conocemos el esfuerzo silente de muchos que trabajan para ayudar a los demás abnegadamente. Hay que objetivarse, hacerse visibles, para que fluya la cordialidad, el consenso tolerante, la concordia, el abrazo clamoroso de agradecimiento, para premiar, por ejemplo, a la ciencia por su paciencia y al beso por su pertinaz vigilia, dispuesto a acudir a cualquier hora a enjugar una lágrima. Hemos de convertirnos en sillares de muralla cubicables, en vez de existir como burbujas ineptas para la edificación del bien común universal. Industrias de feraces abrazos notorios, no criptas sumergidas; egoístas.