Tribuna

La historia como arma política

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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Para Cicerón, la primera ley de la historia es la verdad: que no haya en ella sospecha alguna de favoritismo ni de animadversión. ¡Qué pocas veces encontramos estos rasgos en los historiadores de nuestra reciente historia política! Con frecuencia, se comportan más como creadores de ficción o predicadores que como científicos, ignorando las enseñanzas de nuestro ingenioso hidalgo: «El poeta puede contar o cantar las cosas no como son, sino como debían ser. Y el historiador las ha de escribir no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna». Se da además la paradoja de que el esquema histórico político de la historia alentado por el franquismo, ya saben, la unidad de destino en lo universal y todo eso, aparece ahora reproducido, mejorado y ampliado en las aulas de muchas comunidades autónomas, donde se imparte una versión de la historia esencialista y falsa, muchas veces impulsada por la impúdica finalidad de fomentar el recelo frente al otro, el español invasor, opresor e imperialista. Es el mal de la historia-ficción, fruto del empeño de ciertos historiadores-filósofos, como los llamaba Ortega, «que no se contentan con recoger sobre el tiempo lo que un pueblo ha sido y ha hecho, sino que se aplacen más en reconstruir lo que hubiera debido ocurrir y por algún tropezón étnico o meramente político se quedó en la vaga región de lo posible».

En particular sobre nuestra guerra civil, se hace muchas veces no historia sino apología. Apología de la Segunda República o de la rebelión franquista, relatos maniqueos donde los buenos son muy buenos y los malos muy malvados. Más que la honradez de una labor científica, lo que suele buscarse, de uno y otro lado, es ajustar cuentas con el pasado.

La historia política de nuestra guerra civil se ha hecho a menudo por profesores doctrinarios que, según la ocasión, esgrimen graves acusaciones contra el que consideran bando contrario o esforzados argumentos en defensa del propio, sin fisura alguna ni en el favor ni en el reproche. Y así, sin solución de continuidad, pasamos en los sesenta de la presentación de la guerra como una cruzada contra la barbarie roja, a una valoración completamente contrapuesta, que encarna en el régimen de Franco la suma de todas las maldades. En esta pugna, ha acabado imponiéndose la segunda versión que, sin embargo, no es menos sectaria que la primera. Como señala Beevor, «la guerra civil española es uno de los pocos conflictos modernos cuya historia la han escrito con mayor eficacia los perdedores que los vencedores». Si a esto añadimos el relato de la contienda, repetitivo hasta la saturación, hecho en las últimas décadas por la mayoría de los novelistas y cineastas españoles (con significativas y meritorias excepciones como, por ejemplo, la de Cercas o la más reciente de Muñoz Molina), no puede sorprender que finalmente haya acabado imponiéndose una verdad oficial que pocos se atreven a rebatir.

En este caldo de cultivo, han prosperado iniciativas legislativas como la Ley de memoria histórica que, en vez de hacernos avanzar con una justa y cívica reparación de las víctimas de la España republicana, sólo ha conseguido apelar al sentimiento afilado y arraigado del dolor, para reabrir viejas heridas y dividir más a un país cuyas dos almas habían alcanzado, esforzadamente, un difícil grado de convivencia pacífica durante la transición, nuestro «punto cero» sobre el que volvimos a empezar tras el horror de la guerra y la postguerra. Se ha dicho, con razón, que «no ver más que la barbarie del enemigo es muy de aquí». Los muertos del otro duelen menos que los propios, y los excesos de los nuestros encuentran fácil justificación en el contexto o en las provocaciones. Sin embargo, ya va siendo hora de que se reconozca que en nuestra contienda hubo heroísmo y perfidia en ambos bandos, y que todos, los que murieron, los que mataron y los que sobrevivieron dentro y fuera del país, todos son «nuestros».

Hoy, nuestra convivencia parece nuevamente emponzoñada porque guardamos como sociedad recuerdos radicalmente diferentes de un mismo hecho histórico. La transición española a un futuro más esperanzador no estará completa hasta que valoremos a todos los muertos como propios y condenemos toda la barbarie como propia también, venga de donde venga. Hay que cerrar definitivamente esas heridas y encarar el futuro. La guerra civil fue una desgracia, pero pertenece al pasado y éste de ahora es el momento de aprovechar los frutos positivos de ese hecho histórico. Siendo tanto el dolor que todavía algunos sienten -otros sólo lo utilizan-, no podemos dejar que por la puerta de las emociones se nos cuelen en nuestra realidad presente medias verdades que sólo conducen a la ignorancia, la falsedad y el enfrentamiento.

De ahí la importancia de objetivar la historia de la guerra civil. Más que nunca, hace falta una historia científica que reconstruya los hechos sin estereotipos ideológicos. La historia no es una ciencia exacta, pero tampoco un relato arbitrario que se pueda elaborar de cualquier manera y con independencia de las fuentes. Debemos romper con la conformidad de varias generaciones de españoles ante una versión del conflicto que ha sido reescrita por grupos políticos que presentan sus opiniones como análisis historiográficos. Necesitamos emanciparnos al fin de una exposición del pasado que dirige su mirada sólo a un lado de la contienda. De lo contrario, tendrán que seguir siendo hispanistas extranjeros los que pongan las cosas en su sitio, con método y oficio apolítico, deshaciendo tópicos y simplificaciones que la mayoría de los españoles habíamos dado por válidos, bien sea por credulidad, prejuicio o ignorancia.