Artículos

El gusto decadente

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Hace sólo unos días, en el barrio gaditano de Bahía Blanca, hubo un desprendimiento en un inmueble por el que suelo pasar cada mañana, atado a un beagle cuyo nombre es Bruno. Animal de costumbres (él, no yo), desde hace tiempo Bruno se obceca en esa ruta matutina que empieza en la Plaza de San Severiano, enfila por la Avenida de la Marina, tuerce por Santa Cruz de Tenerife, toma la calle Hibiscos, recorre Tamarindos, va a dar a la Avenida Bahía Blanca y, atravesando la Plaza de la Constitución, acaba media hora más tarde frente a la arena de Santa María del Mar.

La del alba sería cuando, desde lo alto, una pila de hierros y cemento armado, ponderada en más de dos toneladas, se desgajó del cierro de la tercera planta y fue a caer a un patio que linda con la calle, si bien no está directamente en ella. Por suerte, no hubo heridos. Se trata de una finca de los años sesenta, notablemente deteriorada, en cuyo interior no cuesta trabajo imaginar el mobiliario al uso de la época, la decoración pequeñoburguesa, involuntariamente vintage: las puertas acolchadas, los suelos de moqueta desvaída, las alfombras polvosas, el crujiente parqué; largos y, por angostos, oscuros corredores conectan las estancias, la cocina y el cuarto de servicio, los amplios dormitorios y el salón-comedor; y en cada hueco, en cada estantería, toda clase de adornos se perfilan como tesoros de memorabilia: jarrones, bomboneras, huevos de piedra ágata, conchas anacaradas, ceniceros de cuarzo.

Hubo un tiempo en que vivir en Bahía Blanca era seña inequívoca de esplendor y pujanza: sus residentes se beneficiaban de extraños privilegios, como tener acceso privado a una parcela en la playa de Santa María del Mar (junto a la «Roca Barco»), separada del resto por una alambrada. Hace un par de meses, por este mismo medio, sabíamos que el inmueble más caro de la urbe, o, más exactamente, de los que están en venta, se hallaba todavía en esta zona, muy cerca del inmueble accidentado; su precio se fijaba en 920.000 euros. Sin embargo, la degeneración de un edificio lleva celosamente aparejada la de sus residentes, y Bahía Blanca, hoy tan venida a menos, está en peligro de caer en ello. Hay algo hermoso en esa decadencia por la que Bruno tiende a pasearme después del desayuno siguiendo su canino itinerario, pero el desplome arriba mencionado parece recordarnos que el espacio, igual que quien lo habita, no dura, por desgracia, demasiado.