Jesús, junto al carrito que pasea por el Real, recogiendo cristales que pueden ocasionar alguna lesión a los viandantes. :: CRISTÓBAL
Jerez

Hazañas del hombre invisible

Jesús es uno de los muchos trabajadores que hacen posible que el Real luzca perfecto cada mañana de feria Los operarios de Urbaser se encargarán de que el Hontoria vuelva a la normalidad

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El sábado, a las siete de la mañana, la feria era ya una cosa decadente y caduca. Llovía en Jerez y las niñas corrían a refugiarse en el Templete para que no se les mancharan de barro los volantes del traje. Pegaba un viento incómodo, de costado, y los chicos de buena cuna se atusaban el flequillo, mientras algunas familias normales y dos o tres millones de 'canis' hacían cola en el puesto de los churros. Hay que tener ganas, a esa hora, de regatearle a la señora de la caja, paciente y ojerosa, el precio del chocolate. En mitad del Real, formación de antidisturbios, con las lecheras, bien cuadradas, al fondo. Por el albero, sembrado de jarras quebradas y abanicos de cartón, corrían riachuelos de rebujito y orín. La chavalería, desprovista de finuras, meaba en masa en las paredes del recinto. Se acabó.

El domingo es un apéndice extraño, un regalo para los jartibles que apuran la tarde a modo de despedida. Pero todo el mundo sabe que la feria terminó la noche de antes. Que el lunes habrá que acomodarse, de nuevo, a la rutina, y la cabeza ya no está para barrieros, pimientos fritos, 'échame otra', kebabs ni sarandongas.

Para que eso ocurra, para que el González Hontoria vuelva a ser un parque sobrio por el que paseen las madres los carritos y los fumetas hagan coro debajo de los eucaliptos, hace falta que un montón de gente, como Jesús Estévez, ponga de su parte.

Ustedes no lo han visto, o puede que sí, aunque quizá les haya retirado de los pies, discretamente, alguna esquirla de plástico, algún trozo de botella, algún vaso roto. Trabaja en Urbaser y da gracias porque trabaja. El sueldo no es muy allá, pero a él le vale, por ahora, para remontar el vuelo y plantarle cara a las facturas. Seguirá hoy ahí, echando al contenedor lo que ha sobrado de nuestra felicidad. Si lo ven, salúdenlo. Que no se sienta, al menos por un rato, invisible.