LA FERIA Y EL BOTELLÓN
El sector de los jóvenes no encuentra encaje en ninguno de los ambientes propios de la fiesta
Actualizado: GuardarEntre las trece acepciones que el Diccionario oficial de la Lengua Española concede a la palabra «feria», la que más se acerca a la semana que hoy finalizamos es aquélla que la define como «Conjunto de instalaciones recreativas, como carruseles, circos, etcétera, y de puestos de venta de dulces y de chucherías, que, con ocasión de determinadas fiestas, se montan en las poblaciones».
Evidentemente tal definición sería insuficiente, salvo que fuera completada con la instalación de las casetas, para las cuales el mismo diccionario también encuentra definición: «Construcción provisional desmontable, que se destina a espectáculos, diversiones, etcétera, en las fiestas populares».
Diccionario en mano, la feria es, de un lado los 'cacharritos' -de las vías para allá-, y de otro las casetas -de las vías para acá-. Así supongo que todos nos entendemos. Dos espacios distintos y a la vez complementarios. Dos espacios unidos, pero a la vez perfectamente delimitados, con objeto de que cada uno cumpla con su específica función: las atracciones congregan a los más pequeños, que se divierten bajo la atenta supervisión de padres y acompañantes; las casetas reúnen a los mayores que se divierten, en la mayoría de los casos, bajo la mirada escudriñadora y algo cabreada de sus vástagos.
Bajo la lupa del diccionario, en nuestra Feria del Caballo existe, no obstante, un sector de población que no encaja en ninguno de tales ambientes. Este sector es el de los jóvenes, curiosamente cada vez más amplio, al aglutinar desde niños de 12 años hasta adultos de más de 35.
Y aquí creo que nace el problema del botellón. Ante dicha desubicación ferial, los jóvenes se las han ideado para aprovechar los espacios intermedios -paseos y jardines aledaños-, espacios en los que han implementado su particular diversión, el botellón. El botellón es fácil de predecir, pues sus integrantes son los únicos que acceden a la feria portando bolsas blancas -ignoro por qué todas son de ese color- conteniendo botellas de refresco de dos litros, botellas de alcohol, hielo y vasos de plástico.
El botellón en Feria tiene su norma básica: carece de regulación. Se realiza donde uno quiere, dan igual jardines o paseos, lo que es compatible con molestar al resto de conciudadanos.
Guarros de aúpa
Un botellón en Feria que se precie implica necesariamente ser un guarro de aúpa, pues por donde pasa este fenómeno social, la Feria queda hecha un asqueroso vertedero, repleto de bolsas blancas, botellas de refresco vacías, vasos y restos de vidrios de las botellas de bebidas alcohólicas, pues algún misterio imponderable obliga a estrellar contra el suelo la botella, una vez se ha acabado.
A ello, añadan los riachuelos que provoca la orina de los concentrados (indistintamente hombres o mujeres), pues tanto beber obliga a vaciar vejigas inmediatamente, así como los restos de vomitonas que igualmente adornan el Real, ya que la masiva ingesta de alcohol acaba pasando factura.
Nada desvelo si a estas alturas afirmo que el botellón debe ser eliminado de nuestra Feria del Caballo. No sólo porque acarrea molestias y suciedad; no sólo por los graves problemas de orden público (pregunten a la Policía), sino por la penosa estampa que da nuestra Feria, con hordas de jóvenes borrachos, ajenos por completo al espíritu de alegría, diversión y camaradería propio de la Feria del Caballo.
En resumen, la historia es tan simple como lo son los últimos años de nuestra España democrática: los políticos nos enseñan que tenemos todo tipo de derechos, entre los que se incluye el de hacer botellón donde nos salga de las narices.
Va siendo hora de conjugar tanto derecho con el respeto a normas básicas de convivencia, y con la necesidad de acatar ciertos deberes. Y, miren por dónde, se me ocurre que la Feria es un magnifico escenario para comenzar a establecer límites a ciertos sectores, en beneficio de la mayoría democrática que sólo queremos pasarlo bien.