Todo un referente entre los caseteros, Fernando llevó La Merced, el Novamás y el CSIF. Ahora sigue en el tajo en la CGT. :: JAVIER FERNÁNDEZ
LA FERIA POR BOCA DE FERNANDO RAMOS CASETERO

Un veterano entre bambalinas

Apenas levantaba un palmo del suelo cuando vio por primera vez a las familias de Jerez plantar los manteles bajo los eucaliptos Fernando, gurú de la trastienda, lleva más de 60 años ligado a la fiesta

JEREZ. Actualizado: Guardar
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El electricista que encaja los cables en el cuadro dice que fue Fernando el que montó la primera Feria, que tiene más albero encima que el Hontoria, que debían de hacerle un homenaje, «darle una plaquita o algo». Él sonríe, así como medio agradecido y medio avergonzado, mientras recoloca unos cacharros en las traseras de la CGT. Esta que arranca ahora es su feria número 61. La mayoría las ha vivido desde dentro, disfrutando del jaleo como un director de teatro que observa entre bambalinas la reacción del público. Ha sido tanto tiempo casetero que lo suyo es adicción a la perspectiva, y ya no bebe, ni canta, ni baila, ni falta que le hace, porque considera propia la alegría ajena, y se llena el zurrón, cada año, de nuevos chascarrillos con los que sobrellevar el invierno.

Es mediodía de un sábado de previa, y la caseta parece una carcasa destartalada y vacía, con las sillas apiladas en la puerta, las torres de vasos mirando al cielo, el fino cerrado y caliente. También, como en los estrenos de teatro, hay algo de magia en el ritual que hace que ese desvarajuste se aclare y cuaje, que todo esté en su sitio al final, cuando toca, y el primer feriante pise las tablas con ánimo de fiesta y un clavel reventón despuntando en la solapa.

Llevó la caseta de La Merced, la del Novamás, la del CSIF, porque le entusiasmó el asunto desde que vio de lejos, con pocos años, los pilones del Real, y comprendió que aquellas familias de obreros, peones, mozos de cuadras, tratantes de ganado, capataces y vendimiadores se regalaban durante esos días un paréntesis de celebración y de tranquilidad.

«Debajo de los eucaliptos, los padres hacían coro alrededor de las guitarras, los niños jugaban a lo que fuera y las madres colocaban en los manteles la comida hecha en casa. Después, algunos iban a las casetas, pero con la tortilla puesta, y se allí se pedían el vino o la cervecita».

El hombre orquesta

Ya por entonces la de Jerez era una Feria abierta, propensa a la mezcla de tipos y clases, y no resultaba extraño que los señoritos de fina estampa compartieran barra y conversación con los asalariados. «No se le negaba la entrada a nadie, menos en las casetas militares, en la del Casino y en alguna otra». El vino se servía a granel, y la cocina funcionaba sobre la marcha, porque no había donde conservar las vituallas. «Mis mejores ferias fueron las del CSIF. Allí trabajaron mis hijos de pequeños, y buscaban un ratito para salir con sus novias. Nos lo pasábamos bien, porque la única manera de aguantar mientras todo el mundo se divierte es aprendiendo a divertirte tú, aunque sea de otra manera».

Todavía, para Fernando, la Feria es el azafrán de la paella, las papas en su punto, la berza espesa, el menudo tierno, la retahíla de las comandas, el recuento permanente de las botellas, el apretón del almuerzo, el reposo, si se presta, ya entrada la tarde, a la sombra del toldo. Hacen falta muchos Fernandos para que la catarsis funcione.

Sólo hay que verlo ahora, corriendo de un lado a otro, recordándose en voz baja los asuntos pendientes. El increíble hombre orquesta. «Que sí, que hoy también hay alegría, pero que la cosa ha cambiado bastante, con los botellones tan cerca, y que hay jóvenes que parece que sólo saben acabar la noche metiéndose en bronca».

Fernando bromea con las ferias que le quedan. Por lo pronto aspira a vivir, desde la trastienda de la caseta, otro alumbrado. Cuando se enciendan las luces, él estará ya enfrascado en la tarea. No verá el brillo de las bombillas, sino su reflejo amortiguado en un pedazo de albero.