Los cruceristas pasan de ir de tiendas
El primer plan de empresarios y administraciones para explotar la visita de cruceros se salda con un fracaso parcial El comercio apenas registra incremento de ventas pero bares y recintos turísticos lucen abarrotados
CÁDIZ. Actualizado: GuardarLa ciudad, reducida a casco antiguo como le gusta definirla a sus más tradicionales ocupantes, se afanó ayer en inventar el contra turismo. Sin moverse de su lugar de residencia, sin desplazamientos ni desembolsos, los gaditanos se dedicaron a observar a los que llegaban. A aprender. Se trataba de analizar a los que les visitan para verles, descubrir sus preferencias y tratar de sacar honesto partido, por primera vez de forma organizada, a la masiva llegada de cruceristas.
La ocasión merecía un incruento toque de queda durante 72 horas. Sólo en la jornada de ayer llegaban cinco cruceros. Aunque no era un récord, sí se convertía en acontecimiento para poner a prueba el gran dilema: si la ciudad oferta todo lo que puede a estos visitantes. Ayer llegaron 6.621 de una tacada. Más dos millares de tripulantes. Es decir, más de 8.000 nuevos clientes potenciales en una sola jornada. Era la ocasión de hacer la prueba.
El primero de los tres días de programa comercial especial se vivió desde bien temprano porque resulta fundamental adaptarse al horario de la especie estudiada antes de proceder a complacerla.
A las nueve, ese casco antiguo que suele madrugar mucho menos y no se despereza hasta cercanas las once, ya era escenario de un ajetreo excepcional. Era evidente desde la llegada.
En la plaza de Sevilla, ese núcleo que será un gran intercambiador de transportes en un futuro muy, muy lejano, ya era un hervidero en el que los agentes de la Policía Local suplían a los semáforos para regular el intenso tráfico de salida del puerto.
Salían decenas de autobuses de navegantes que preferían conocer otros rincones. Pero sólo fueron el 30% de los visitantes los que dejaron Cádiz, según la Delegación de Turismo del Ayuntamiento. Partieron 53 autobuses con unos 2.000 de los casi 7.000 cruceristas. Las excursiones más vendidas fueron Sevilla, Jerez y Conil-Vejer. A menos distancia, algunos cientos, abrumadora minoría, se aventuraron hasta El Corte Inglés y el Paseo Marítimo. La partida de grandes vehículos se mezclaba, bien pronto, con la llegada de españoles de la Bahía en busca de aparcamiento.
San Juan de Dios era el desvencijado punto de encuentro para una infinita hilera de turistas, con tendencia al blanco en la cabeza (gorra o canas, mayoritariamente) y los pies (zapatillas tragamillas y calcetines impolutos que les impedirían entrar en cualquier discoteca). El entorno del Ayuntamiento era el principio de ese circuito que, ya de forma casi diaria, abre la ruta por Pelota, Catedral, Compañía y Plaza de las Flores.
El paisaje distaba de ser novedoso. Esa escena ya se contempla de forma crónica hace dos años. Lo inusual eran las proporciones. Los grandes grupos eran, esta vez, una riada continua e interminable.
Los más de 4.000 turistas se antojaban mayoría ante aislados, casi acorralados, lugareños que les observaban. Cádiz les recibía con lo que tiene: un muro de obras que la separa del muelle -símbolo de la resistencia a la integración que ayer se antojaba inevitable-, una luz cegadora, viento de levante, historia y una oferta comercial en fase de experimento. También, un gran excremento de perro, justo en la crucial conexión de Pelota y Catedral dejaba entrever algunas de las tareas colectivas pendientes.
A mediodía, ese trazado turístico natural y casi circular, era ya una exhibición de contra turismo. Los llegados buscaban con sus mapas (triunfó la muy visible guía de los paseos por el Cádiz de La Pepa) y los residentes les observaban.
A ver qué tal. A ver si se gastan tanto como dicen. A ver qué les gusta. El observador observado.
Las máximas autoridades científicas del experimento comercial estaban tras los mostradores. Los locales estaban listos, con sus carteles de «Welcome to Cádiz» en la puerta. Era el centro del acontecimiento. Otras veces habían llegado tantos barcos, pero nunca como ayer se habían organizado empresarios e instituciones para mostrar una oferta comercial ampliada, incluso con horario ininterrumpido.
Mucho mirar, pero...
Sin embargo, durante las dos horas de mayor intensidad de la invasión turística (de 11 a 13 horas) ya se vio que la multitud tendría poco efecto en algunas cajas registradoras: las de las tiendas. Eduardo, en Compañía, atendía una tienda de bisutería y abalorios: «Entran, hablan muy bajito y se van, pero de comprar, nada de nada».
Jennifer, en el local de perfumería Aloha, de la misma calle, comentaba algo parecido: «Picotean, compran algo, pero las ventas son como las de cualquier otro día».
En las calles San Pedro y San Francisco, parecido. Iván de Spaciosol, admitía que «las ventas han subido muy poco. Buscan productos de precio bajo, como todos». En la zapatería Catchalot, igual. Lo de siempre, lo de todos los días. Una decena de consultados admite la evidencia: «Mañana [por hoy, miércoles] no abro. No merece la pena tener más gastos de personal o luz sin que ingreses un euro más».
Pasan las horas. Pasa un río de turistas hablando alemán (sobre todo) e inglés, pero no dejan dinero en las tiendas. Excepto en los establecimientos de recuerdos de Pelota, Catedral y Columela, atestados. Excepto en las terrazas, llenas sin una sola presencia ibérica en las mesas, desde San Juan de Dios hasta Columela, desde las 12 hasta las 15 horas. Excepto los recintos históricos y turísticos (Casa del Obispo, Torre de Poniente, Torre Tavira), con sobrecarga y esperas. Ampliaron horario, doblaron turnos.
A la hora de comer en España (sobremesa bien entrada para los visitantes), la invasión se retira. Sólo deja retenes, pertrechados con jarras en algunas mesas al sol.
Las tiendas siguen abiertas. Sus cajas siguen vacías. Las de bares y recintos turísticos, no. El experimento ya tiene un primer resultado. Por ahora, no vienen a comprar, por más tiendas que les abran. Vienen a disfrutar, a visitar.