Opinion

Alemania y Europa: ¿Quién necesita a quién?

El problema no es que amplios sectores del electorado alemán no vean con nitidez los réditos de pertenecer a la UE, sino que su canciller por primera vez está asumiendo una posición que plantea serios interrogantes para el proceso de integración

CATEDRÁTICO DE DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO Y RELACIONES INTERNACIONALES DE LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA Actualizado: Guardar
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La Unión Europea es inconcebible sin la presencia activa de Alemania. Lo fue en sus orígenes mismos, ya que las Comunidades Europeas se idearon precisamente como antídoto para superar de forma definitiva lo que eufemísticamente denominamos 'cuestión franco-alemana'. Pero lo ha seguido siendo a lo largo de todo el proceso de integración. Así, el objetivo de crear un gran mercado único sin fronteras interiores (Acta Única Europea), que sin duda beneficiaba a la economía exportadora germana, se acompañó de la creación de unos generosos fondos estructurales que durante veinte años han bombeado una incesante transferencia de recursos hacia los países más pobres de la Unión. Igualmente, la creación de una moneda única (Tratado de Maastricht) suponía sacrificar el símbolo nacional del que más orgullosos se sentían los alemanes: su venerado marco. Incluso la fallida Constitución europea salió adelante, reconvertida en lo que ahora es el Tratado de Lisboa, porque la presidencia alemana de turno tuvo la enorme habilidad de aunar las (casi) irreconciliables posiciones sostenidas por quienes deseaban seguir avanzando y quienes, como era el caso de Reino Unido, Polonia o República Checa, mantenían posiciones claramente obstruccionistas.

Parece claro, por tanto, que Europa ha necesitado, necesita y seguirá necesitando a Alemania para mantener su sentido. La duda que está empezando a surgir en los últimos tiempos es si también Alemania necesita a la Unión Europea. Y, en este sentido, no hace falta ser voraz lector de la prensa alemana para percatarse que algo está cambiando en la percepción germana sobre el tema. Siempre ha habido un cierto sentimiento difuso, extendido no sólo entre las capas más populares de ese país, de que la Unión Europea era algo así como un proyecto gestionado por los burócratas de Bruselas en el que Alemania pagaba y los demás se beneficiaban; como una gran fiesta en la que otros escogen la orquesta, todos se divierten y sólo uno corre con la factura. Evidentemente, la realidad no era en absoluto tan simple y tanto las cultivadas elites intelectuales del país como su potente clase empresarial tenían claro que el beneficio del proceso de integración europea era claramente compartido. Y, lo que era más relevante, la clase política que gobernó Alemania desde ambas orillas del arco ideológico -democristianos como Adenauer o Kohl y socialdemócratas como Brandt o Schröder- supo combinar con maestría el desgaste interno de un discurso europeo de no fácil venta electoral con la adopción de decisiones valientes para impulsar el proceso de integración europea.

El problema básico en el momento actual no es, pues, que amplios sectores del electorado alemán no vean con nitidez los réditos que les supone la pertenencia a la Unión Europea y sí se percaten claramente de los riesgos que acarrea tener una moneda común con Estados de los que no se excluye su quiebra. Ni siquiera que el Tribunal Constitucional se esté enrocando en posiciones cada vez más críticas con la Unión. La verdadera contrariedad radica en que por primera vez su canciller está asumiendo una posición política que plantea muy serios interrogantes para el proceso de integración europea. Parece como si Angela Merkel, una vez soltado el lastre que suponía en esta materia la gran coalición con los socialdemócratas, estuviera acaso imbuida de una visión política y unas concepciones ideológicas ajenas a la que ha sido tradición de posguerra de la República Federal y cercanas a las que también existen en otros países de la Europa del Este; no en vano ella proviene de la antigua RDA. Es como si, una vez en coalición con los liberales, hubiera caído en una cierta tentación nacionalista y el lema empezara a ser 'erst Deutschland', 'primero nosotros'.

Si realmente se confirmase esta tendencia, el error de cálculo sería mayúsculo. Tanto para Europa en su conjunto como también para Alemania en particular. A nuestro juicio, el camino emprendido por Europa tras la Segunda Guerra Mundial no tiene ya vuelta atrás. No la tiene en el ámbito económico y financiero, puesto que ya no hay ningún Estado europeo lo suficientemente grande como para marcar por sí solo una política propia, ni siquiera Alemania; únicamente de forma conjunta se puede salvar a Grecia, y si la pieza griega cae arrastrará tras de sí a otros, quizá al propio euro. Tampoco la tiene en el plano político, porque en el mundo globalizado ya no hay vuelta posible al viejo concepto de Estado nacional cuya existencia sólo se encuentra en la mente nostálgica de quienes añoran un pasado que nunca retornará; y menos que nadie para una Alemania cuyos excesos históricos invalidan cualquier añoranza nacionalista.

En suma, Alemania y Europa se necesitan mutuamente. Alemania necesita una Europa fuerte y estable. Y también Europa necesita más que nunca una Alemania involucrada en el proceso de integración. Sin su participación activa no hay proyecto común. Es la única vía posible para intentar mantener tanto el protagonismo económico y político que nos están arrebatando los Estados emergentes como también un modelo social que será imposible sostener si no se mantiene la necesaria competitividad. Aunque nos disguste, la realidad es que el mundo ya no gira en torno al centro europeo. Su eje se está trasladando indefectiblemente hacia el Pacífico asiático y la única forma de que el pasado glorioso no se torne en futuro marchito es defender con convencimiento y vigorosidad la acción conjunta y solidaria que encarna el proyecto europeo de integración.