Opinion

La muerte aceitunada

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Son los grandes olvidados, ausencias silenciosas de una muerte en la arena. De ellos sólo se acuerdan el aficionado cabal y sus familias, pero ellos son parte de la historia del toreo, pues se dejaron la vida con valentía y pundonor para, con sus tragedias, engrandecer la verdad del toreo. Todos recordamos las muertes de Joselito, Ignacio Sánchez Mejías, Manolete, Paquirri. Pero lo cierto es que nadie repara en los de plata.

Ramón Soto Vargas sufrió una terrible cogida en la Maestranza sevillana en 1992, ante una res del Conde de la Maza llamado 'Avioncito'. El 1 de mayo anterior había matado un toro, también en el corazón, a Montoliú en el mismo coso. Ramón era un gitano tímido, de esos que hablaban poco, pero que decían mucho con la expresión de su mirada. Extraordinario banderillero, le recuerdo lancear con el capote, con delicado temple, a los toros bruscos y salir airoso con las banderillas, pues era lucido sin querer lucirse, de esos que jamás buscaban el aplauso. De su calidad dice mucho los toreros con los que iba, pues figuró en las cuadrillas de Antoñete, Curro Romero y Rafael de Paula. Pocos pueden presumir de haber ido con los genios.

Ramón nació en Camas, un 4 de marzo de 1953. Su padre fue novillero, al igual que él, aunque pronto decidió cambiar el oro por la plata, y fue ahí donde se hizo un banderillero ilustre. Su fina figura, su aceitunada tez, sus ojos chispeantes y su siempre triste expresión me transmitían una enorme sensibilidad.

Tuve la satisfacción de conocerle en los años en los que iba con Rafael, y doy fe de su simpatía y de su gallarda bondad como hombre. Su muerte fue una caída de estrellas en la noche, un feroz golpe que a todo el mundo taurino dejó completamente enmudecido.

Y es que la muerte en los pitones viene rítmica y galopantemente callada, callada para no ser escuchada con su oscura claridad, con su dolorosa luz primitiva y salvaje. El toro que mata no es un asesino, sino un toro, pues como bravo que es acomete para coger, y si puede. matar. La sangre de Ramón, como la de Montoliú, como la del Coli y tantos otros, es la verdad del toreo, esa que nunca debemos olvidar.