En el país sin rock and roll
La película de Bahman Ghobadi, 'Nadie sabe nada de gatos persas', condena la brutal censura que sufren los músicos en Irán
MADRID. Actualizado: GuardarHace ya tiempo que el cine persa conquistó los festivales europeos y encandiló a aficionados en todo el mundo, con Martin Scorsese a la cabeza, pero a día de hoy los iraníes apenas pueden apreciarlo. Una de las cinematografías más importantes del planeta, con más películas y mayor prestigio que la española, influyente como pocas y creadora de todo un libro de estilo, crece y sobrevive en tierra hostil. En las trincheras de un régimen censor que prohíbe la exhibición de películas que han acaparado durante años los más importantes premios en plazas como Berlín, Cannes, Venecia o San Sebastián. Bahman Ghobadi, uno de los creadores maltratados, denuncia la situación en 'Nadie sabe nada de gatos persas'. Un filme que se puede ver ahora en las salas españolas donde se presentan bandas del 'underground' de Teherán que tocan a escondidas canciones prohibidas. Cantos rebeldes. Gritos de rabia y dolor.
Ghobadi es el autor de 'Las tortugas también vuelan', una cinta desgarradora donde describe las miserias de unos refugiados kurdos que malviven recogiendo minas antipersonales en la antesala de la guerra en Irak. Lo hace a través de la mirada de unos niños, recurso habitual en el cine persa. Removió conciencias occidentales y ganó la Concha de Oro. Cinco años después, con otra Concha en el bolsillo y más reconocimientos, vive en el exilio y sus películas no pueden verse en Teherán. 'Nadie sabe nada de gatos persas' no es la mejor de ellas ni mucho menos. Ni siquiera es una película recomendable por su calidad, pues mezcla sin éxito el formato documental con una ficción poco hilada y algo atropellada. Su valor, su gran fuerza, reside, eso sí, en el mensaje que envía y la realidad que destapa. La de los más de 2.000 grupos musicales que no pueden siquiera dar conciertos.
El filme hace un paralelismo entre las vivencias de esos grupos subversivos y las experiencias de cineastas como Ghobadi, que aparece en la cinta cantando a la melancolía porque, dice un personaje, sus películas no se pueden ver en su país. Los artistas, se sugiere, son como mascotas. Como perros (y gatos persas) que se ven en casas privadas, pero no en la calle, donde acechan los guardianes de la Revolución. Ellos se ocupan de hostigar y detener a todo aquel que no siga sus preceptos religiosos. Como a los que beben alcohol y asisten a fiestas ilegales. A los que venden películas occidentales y a los que tocan música rap, pop, heavy o rock and roll, géneros que en el filme suenan de forma furtiva en sótanos, azoteas, edificios en obras o establos de una urbe desordenada y polvorienta en la que hasta la poderosa Torre Milad, la antena que marca el perfil de Teherán, parece actuar de vigía del orden moral.
Piezas musicales, según se aprecia y disfruta en la película, y, por supuesto, cinematográficas. Aunque los directores iraníes contemporáneos se enfrenten a la censura, tengan que lamentar la escasa repercusión que tiene su obra entre sus compatriotas y hasta sean perseguidos por sus ideas políticas.